Testimonio IV

¿Cual fue tu pecado, hacerte libre o nacer?

Memorias del pasado que perviven en los sueños

Y . . . “los sueños sueños son.”

PARTE I

Llueve. Es una lluvia queda, como de llanto; de finas gotas lentas que parecen no tener ninguna prisa en caer, quizás afectadas por el desmayo de la tarde al ver aparecer a lo lejos el frío y oscuro negror de la noche.

A pesar de estar mojado, el cielo está tranquilo después de haber mostrado su enfado con dos  rutilantes rayos y sus retumbantes truenos que resquebrajaron el firmamento en multitud de pedazos.

 

 

De nuevo es la cuarta noche, pero esta ha venido empapada. Me encontraba cansado pero sin sueño; posiblemente por temor a hacer de nuevo el extraño viaje. A pesar de la agradable sorpresa que me había augurado el Guardián del Espíritu, no sentía ninguna curiosidad por saber   que  podría ser. ¡¡Qué días aquellos en que me iba a dormir sin temor a que algo pasara!! ¡Cuánta tranquilidad ayer y cuánta zozobra hoy!

Contra mi costumbre, preparé un reconfortante café y me acomodé en el sillón. Di un sorbo, quizás dos, me repantigué y me olvidé de todo. ¿Me olvidé? De nuevo me encontré en medio de la infinita soledad. Ni un rumor, ni un sonido, ni la más leve sombra de un ruido que distrajera la inquietante oscuridad por la que avanzaba sin saber hacia dónde, hasta que algo pareció querer romperla. Era como una mortecina luz que empezó a avivarse y avanzar entre la negrura creando un sendero enmarcado por dos lindes de esplendorosa hierba verde en las que iban apareciendo de vez en vez unas extrañas flores de simpar hermosura.

 

Yo avanzaba extasiado, teniendo mis dudas  de estar dormido en el sillón. Mis ojos no paraban de lanzar miradas a todo el rededor sin preguntarme a donde llevaría tan rutilante camino, cuando oí la conocida voz que  arrastraba las palabras  saludándome de una forma tan extraña, que llegó a parecerme hasta cordial:

– Hola Pedro. Pedro Pascual Ramírez. Sigues cumpliendo con la confianza que se ha puesto en ti. Sé que ayer me pediste que te llamara Amada Loba, pero si me lo permites, me gustaría seguir llamándote Pedro.

 

– Hola Guardián del Espíritu – le respondí tratando de disimular mi contrariedad –  Me alegra saber que cumplo con los deseos de aquellos espíritus que están bajo tu cuidado. Ahora estoy ansioso por conocer la sorpresa que me  tienes anunciada.

– ¡Ya está dispuesta! – su voz pareció sonar hasta más ligera – Es un espíritu diferente, distinto a los que hasta ahora has conversado. Es de los que dicen  dilecto y posiblemente ya te estará esperando. Sigue por este sendero de luz y te encontrarás con él. Yo me tengo que marchar.

Contemplé la estela que dejaba, y enseguida nada. Había desaparecido. Me fijé en el sendero. Poco a poco avancé por él hasta que acabó en un redondel en el que parecían abocarse los dos linderos verdes cubriéndolo de hermosa hierba en la que extrañamente no había flores. De pronto una surgió del centro y fue creciendo, creciendo envuelta en un haz de luz qué, viniendo de lo más alto, parecía alumbrar su crecimiento, haciendo que su tallo perdiera la opacidad transformándose en transparencia dándole un aspecto opalescente de cambiante tonalidad donde un débil fulgor parecía latir en su interior al tiempo que no paraba de crecer hasta hacerse tan alta como yo y quedar milagrosamente transformado en un ente luminoso con apariencia de hermosa mujer que contrastaba con el maravilloso fondo de luminosidad rosada creándose una imagen imposible de describir por no existir palabras  para poderlo hacer. Pero si diré que era una imagen preciosa que evocaba la libertad.

 

La admiré, después de haber contemplado como había nacido. Ella también me miraba, pero de forma distinta, como si fuera una diosa, una diosa divina, pareciéndome que hasta me sonreía. Tras un excelso silencio durante el cual  no decreció mi asombro, escuché su voz de plena melodía y tono armonioso que, a pesar de estar tan cerca, pareció venir de lejos:

– Voy a contarte mi andar por la tierra, una historia que jamás conté, y lo haré con pocas palabras, pero tal como fue.

 

Mi vida empezó en un pueblito llamado Painala allá por tierras olmecas muy cercano al “Lugar donde se esconde la Serpiente” y próximo al elegido por el dios Quetzalcoatl para lanzarse a la mar en su balsa de serpientes con la promesa de volver.

 

Me contaron que mi llegada fue un poco complicada y que milagrosamente resistí pues todos los poderes se habían puesto en mi contra de tal manera que venía enredada en el parto, y la partera, que era mi abuela, creyendo que podríamos morir las dos, tomó su cuchillo de obsidiana y cuando se disponía a hacerme pedazos para salvar la vida de mi madre, vio con sorpresa como pretendía asomar la cabeza entre los cordones. Y la asomé ante la alegría de todos, en particular la de mi padre, pero alver que era una niña, se marchó cabizbajo y triste pues era el cacique del pueblo y lo que desaba era un varón.

 

Por fin nací, y tan brava me vio mi abuela como lo hice, que en contra de la costumbre, cuando me cortaron el cordón umbilical, en lugar de enterrarlo por ser mujer en un rincón de la casa cercano al fuego donde se cocina para empezar a aprender a ser esposa y madre, lo hizo fuera de la casa, entre la hierba y al pie de un árbol, como se hace con los futuros guerreros. Mientras tanto, mi padre había vuelto y ante la sorpresa de todos, me tomó en sus brazos y orgulloso me mostró al cielo.

 

Fue mi abuela la que se empeñó en buscarme un nombre. Y pensando en los difíciles momentos del parto, recordó a quién le había hecho el primer ruego, a la diosa Malinalxochitl, “Hierba Florida”, y también donde había enterrado mi cordón umbilical, entre la hierba, y así cayó en la cuenta: Malinalli, “Hierba Trenzada” con la que se hace el trono que rigen los destinos de los pueblos. Ese será el nombre de mi nieta, pensó, y así me llamé yo: Malinalli.

Transcurrió el tiempo y tal fue mi desenvoltura, que mi padre ya no echaba de menos que no hubiera nacido varón dándose cuenta que importaba más la inteligencia que el sexo. Y así empezó a llevarme con él en las visitas que como cacique hacía a pueblos y aldeas. Pero la felicidad era muy difícil de conseguir y mucho más hacerla durar estando como estábamos bajo el dominio de los aztecas. Para ello, mi padre ponía especial cuidado en pagar todos los tributos salvo el de la entrega de seres humanos para el sacrificio,  del cual se habían podido librar amparándose en que todos los moradores de Painala éramos únicamente seguidores de las creencias del dios Quetzalcoatl.

 

Pero llegó el día no deseado y fue cuando Moctezuma iba a ser entronizado como nuevo Emperador o “Huey Tlatoani” del imperio azteca, evento que se quería conmemorar con la mayor cantidad de sacrificios humanos que nunca jamás se hubieran hecho. Y no solamente estos se tenían que hacer en Tenochtitlan, sino que también en todos los territorios que estaban bajo su dominio.

 

Fue el sumo sacerdote el que habló con mi padre: <>, le dijo; pero mi padre no estaba dispuesto a que las hubiera, la religión de Quetzalcoatl las prohibía y en Painala nunca las habían habido.

 

El sacerdote, rumiando su fracaso se marchó, pero llegado el momento si las hubieron y fue a mi padre a quien le arrancaron el corazón para festejar el coronamiento de Moctezuma Xocoyotzin.

 

El tiempo pasó, mi abuela murió y mi madre se casó de nuevo; y creyendo que yo podría crear problemas de sucesión con el hijo que acababa de nacer, tuvieron la infeliz idea de venderme en secreto como esclava a unos mercaderes que a su vez me vendieron a otros, y así, de mano en mano, llegué a la zona maya de Tabasco, pasando así, de esta forma tan cruel, a ser esclava después de haber nacido princesa.

 

Pero a pesar de las desgracias tras la muerte de mi padre, nunca consideré mi vida conclusa a pesar de lo que anunciaba mi destino, pues continuamente sentí su compañía ayudándome en mi comportamiento siempre rebelde causado por mi concepto de libertad que mi padre me enseñó, abrigando el sueño, a pesar de mi condición de  mujer, que tarde o temprano podría hacer justicia al crimen de mi padre y a los miles de hombres, mujeres y niños que de continuo sacrificaban los aztecas arrancándoles con vida el corazón para ofrecérselo como alimento a sus dioses y ellos escoger los trozos que les gustaban del resto y comérselos también.

 

Ya tenía 18 años cuando oí hablar de unos extraños hombres blancos y barbados que venían por la gran mar, la misma por la que un día se marchara Quetzalcoatl prometiendo volver. También supe que no era la primera vez que venían, pero esta, a diferencia de la anterior, no los pensaban recibir de paz. Si a pesar de los avisos se atrevían a bajar de sus casas flotantes, les darían una guerra tal que no pararían hasta arrancarles la vida a todos.

 

Me sorprendió el repentino silencio. La cautivadora imagen había quedado dulcemente callada, mirándome como si preguntara si había comprendido todo lo que me había dicho.

 

Yo lo interpreté como si necesitara un descanso, quizás porque noté que el que lo necesitaba era yo. Sentí mi boca reseca, y de repente todo desapareció. Se abrieron mis ojos y me encontré en el salón. El cuello me dolía, posiblemente por la incomodidad de haberme quedado dormido en el sillón. Me llevé la mano a la nuca, la friccioné y me levanté al tiempo que veía a Fisgadora caer. Sonreí, me incliné, la recogí y me dirigí al baño.

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PARTE II

El desconcierto me arrulla. Han pasado tres noches y no ha ocurrido nada. En todas ellas me acosté pronto pero no logré conciliar el sueño, únicamente dar vueltas en la cama. Hoy todavía más, siento emerger mis ansias por conocer lo no sabido, pues seguro estaba que aquel cautivador espíritu tendría cosas que decir a parte de las que yo sabía, pero aún las conocidas, tenía verdadero interés en escucharlas pues era una historia que enamoraba.

 

Impaciente, aunque también un poco desengañado, miré al cielo y contemplé como el negror avanzaba. De pronto sentí como algo parecido a la calma se adueñaba de mí. Después, como si fuera conducido por ese sosiego, preparé la cafetera, llené la taza, me arrellané en el sillón, sorbí el oloroso café, me repantigué y me olvidé del tiempo y de todo.

 

La imagen de Malinalli se me antojó preciosa. Sus ojos, que brillaban como dos grandes gotas rasgadas y opalescentes, no apartaban de mí su mirar al tiempo que su boca de mágicos labios me sonreía. Después de un momento de celestial silencio y dando la sensación que el tiempo no había pasado, prosiguió su relato:

– Tras la batalla, que tan trágica se anunciaba, vino la paz, una paz que sorprendió a todos los mayas por las pocas exigencias de los españoles que habían sido los vencedores. Ante tan extraña magnificencia, el cacique maya no quiso quedar a la zaga haciéndoles gran cantidad de regalos incluidas 20 jóvenes esclavas entre las que estaba yo. Como he dicho, 18 años tenía cuando vi por primera vez a los españoles. Y no solamente los vi, sino que pasé a depender de ellos. Pero aún mayor fue mii sorpresa fue cuando supe que para ser aceptadas teníamos que abrazar primero su religión; y al hacerlo, en la ceremonia que llamaban Misa, me enteré que su Dios no quería sacrificios humanos, sino que era Él el que se sacrificaba para ser  comido por los que le adoraban. También supe que su Dios creó este mundo, después se marchó y ahora ha vuelto. Con un Dios así, mi padre no habría muerto y yo nunca hubiera sido esclava.

 

A partir de ese momento, mi principal empeño fue el conocer al que mandaba aquel puñado de extraños hombres blancos y barbados cuyo aspecto se asemejaba al hombre-dios Quetzalcoatl y que además coincidió su llegada a estas tierras justo cuando él profetizó su retorno, en el año de Ce Acatl, “Uno Cañas”. Más de una vez pensé si él no estaría entre ellos.

 

Y para saberlo, pronto se presentó la ocasión. Fue en los arenales de la costa totonaca en el que tuvo lugar el primer encuentro con los enviados del emperador azteca Moctezuma. Pronto la alegría de los españoles dejó paso al desconcierto cuando al querer hablar con ellos no se pudieron entender. Su única lengua, que se llamaba Jerónimo de Aguilar, solo hablaba maya-chontal. Por fortuna cerca de allí y sin perder detalle estaba yo, que al ver y escuchar, me armé de valor y con toda decisión me encaré a los españoles y le dije a su lengua sin dejar de mirar a Cortés:

– No os podéis entender, tú hablas maya-chontal y ellos nahuatl.

– ¿Y tú lo hables? – me preguntó ansioso y sorprendido.

 

Al responderle que sí, la esperanza iluminó todos los rostros. Y así empezó todo al transformarme yo en lengua principal, la que decía a cada uno lo que yo creía que debía de escuchar y saber. Aún recuerdo cuánto placer sentí al ordenar más que pedir que se le dijera a Moctezuma que debía de demostrar su alegría por la llegada de Quetzalcoatl ofreciéndoles honrosos presentes.

 

La respuesta del emperador azteca fue grandiosa, tan grandiosa, que los españoles no habían visto nunca tanta riqueza junta. Y yo, al contemplarla, sentí colmada mi satisfacción pues con esto lograría toda la confianza en mi persona, pudiendo exponer de esta forma todos mis pensamientos sintiendo un gran placer al hacerlo, sobre todo cuando les hablaba a los aztecas y ellos no tenían más remedio que responderme mirándome, a mí, a una mujer, siendo un doble gozo el que sentía: uno al hablar como quería, y dos, al contemplar el mucho caso que se me hacía.

 

Al ver y saber que las gentes los habían tomado por dioses, mis intenciones hacia los españoles estaban muy claras y eran: una, que todos siguieran creyendo que eran dioses, y otra, conseguir que quisieran marchar hacia Tenochtitlan; por eso nunca les hablaba de la fuerza de los aztecas por temor a que se pudieran asustar, y sí de sus riquezas. Si quería que todos los pueblos fueran libres, el poder de  la capital azteca tenía que desaparecer.

 

Pronto llegó la ocasión y fueron las riquezas enviadas por Moctezuma la que la provocó. Todas ellas serían enviadas en un barco a las lejanas tierras de Oriente de donde ellos procedían para ser dadas a su rey. Al mando del barco iría el hombre al que había sido entregada desde el principio quedándome así sin dueño pasando de esta manera a la protección de Hernán Cortés. Después, y para terminarlo de arreglar, el resto de navíos se dieron de través ante el desconsuelo de muchos que solo pensaban volver. ¡Nuestro único destino era ahora Tenochtitlan ¡

 

Y así, de esa forma tan sorprendente se inició el maravilloso camino hacia la libertad. Muchas veces llegué a creer que los españoles era a mí a quien  seguían, tan convencida estaba yo sabiendo a donde iba. Eran un puñado de hombres y algunas mujeres, menos de 500 en total, que se dirigían, según ellos, a una gloriosa aventura que el destino les tenía reservada y a la que no todos iban convencidos, y posiblemente ninguno se hubiera atrevido si hubieran sabido el verdadero poder de Tenochtitlan.

 

La primera etapa de esta gloriosa marcha acabó en Cempoala, la principal ciudad de las tierras de Totonacapan, donde el recibimiento de su señor al que los españoles llamaron Cacique Gordo por su exagerada gordura, no pudo ser más entusiasta, sobre todo cuando les expliqué las ideas de libertad que traían ese puñado de extranjeros que, aunque fueran pocos, tenían que confiar en ellos pues eran dioses.

 

En ayuda de mis palabras acudió una impensable acción de los españoles, y fue que, habiéndose presentado, sin anunciar su visita, cinco recaudadores de impuestos aztecas, cuando se paseaban por la ciudad mirando soberbiamente a derecha e izquierda, Cortés, ante mi sorpresa, los mandó detener. Yo creyendo no haber comprendido bien, mantuve mi mirada en Aguilar y este, sonriendo, asintió; después miré a Cortés que también asintió, y cuando estuve segura de haber comprendido bien, plena de satisfacción se lo ordené al Cacique Gordo.

 

Cuando este lo oyó, no solamente no creyó lo que le decía, sino que se asustó. Por más veces que se lo repetía no se lo podía creer, resultando clamoroso ver como oscilaban sus espléndidas carnes temblorosas a consecuencia de sus aspavientos y llantos.

 

Al fin los cinco recaudadores fueron presos bajo la vigilancia de los españoles, que llegada la medianoche, cuando todo el pueblo dormía, fuimos a hablar con los dos principales y traduciendo las palabras de Cortés les dije que no habían tenido nada que ver con su detención, y prueba de ello es que los ponía en libertad con el encargo de decir a su emperador Moctezuma que pronto le irían a visitar a su gran ciudad de Tenochtitlan.

 

Cuando amaneció y el gordo cacique se enteró que los dos recaudadores se habían escapado, se puso a temblar, y toda la ciudad de Cempoala con él, pues pronto vendría el ejército azteca a darles el castigo que la  afrenta merecía. Pero yo los tranquilicé diciéndoles que si se hacían  vasallos del Dios de los hombres blancos, nada de lo que temían sucedería. Y lo hicieron, quedando al poco tiempo del todo convencidos cuando en lugar de enviar guerreros de castigo, Moctezuma enviaba una embajada con ricos presentes para los ya conocidos como teules blancos. Tan convencidos quedaron los totonacas, que como muestra de vasallaje les ofrecieron unas tierras a los españoles para que pudieran construir su primera ciudad: La Villa Rica de la Vera Cruz.

 

En pocos días la confianza entre los dos pueblos llegó a ser tal, que más de mil totonacas se les unieron cuando se decidió reanudar el camino hacia la deseada Tenochtitlan. Era la primera vez que guerreros indígenas se unían a los españoles.

 

Para llegar a tan temerario destino, se decidió pasar por Tlaxcala, pueblo valiente y guerrero, tanto, que había sido elegido por los dioses aztecas para estar en periódicas y continuas luchas contra ellos no teniendo otro   fin que el de conseguir valerosos prisioneros a los que arrancarles, en vida, el corazón para que les sirviera de alimento a sus insaciables dioses y a ellos también.

 

El encuentro entre españoles y tlaxcaltecas no pudo ser más violento, pues a pesar de yo decirles que veníamos de paz y lo único que queríamos era atravesar sus tierras para ir a Tenochtitlan, no nos creyeron. Tan celosos eran de su libertad, que tres veces nos dieron guerra y tres veces les vencimos volviéndoles a pedir la paz al terminar cada batalla, hasta que al fin, desorientados, accedieron a parlamentar.

 

Nunca puse tanto empeño en una negociación, siendo lo que más les convenció unas palabras que nunca dijo Cortés, y fue que los extraños hombres blancos eran enviados por el dios Quetzalcoatl a luchar por la libertad, aunque mis convincentes palabras parecían flaquear cuando observaban aquel puñadito de hombres que me acompañaban. Entonces yo los fascinaba diciendo que cada uno de ellos era un dios siendo por tanto casi invencibles como ellos mismo habían podido comprobar,  como también lo hicieron los mayas y totonacas, y sobre todo la prueba la tenían en que los guerreros aztecas nunca se habían atrevido a se les enfrentar.

 

Sé que sus dudas tuvieron, pues en el primer encuentro lograron matar un caballo y más de un español murió. Pero al final creyeron que eran hombres especiales, pues a pesar de los pocos que eran, no habían podido derrotarlos, y también sabían que los odiados aztecas nunca se habían atrevido a atacarles. También admiraban sus armas que les parecieron divinas por desconocidas.

 

Y por fin, tras mucho dialogar se llegó al acuerdo, un acuerdo perdurable por el que no solamente nos dejaron pasar, sino que españoles y tlaxcaltecas crearon una alianza que no se rompería jamás, ni tan siquiera en los peores momentos que, por desgracia,  estaban por llegar.

 

Y en Tlaxcala se cumplió el primer milagro: un día entraban un puñado de hombres cansados y agotados, y a los pocos salía un ejército formado por más de 10.000 tlaxcaltecas, unos 1.000 totonacas y poco más de 300 españoles. Y así, dando una imagen que costaba mucho de creer, enfilaron un camino que ahora sí parecía llevar a alguna parte. Pero lo más maravilloso era que yo, en mi mágica ilusión, tenía la sensación que era mi a quien seguían, pues si bien  los españoles creían que yo les ayudaba, lo bien cierto era que de ellos me aprovechaba, yo una débil  mujer, en lucha contra el más sangriento de los imperios.

 

Tal era la confianza que en sus fuerzas tenían, que de los varios caminos que llevaban a Tenochtitlan, se decidió pasar por Cholula, ciudad sagrada que era morada de todos los dioses y aliada de los aztecas. A pesar de ello fuimos bien recibidos, poniendo como única condición que solamente  entraran en ella los españoles  pues los demás eran sus enemigos, condición que fue aceptada después de dar su conformidad los nuevos aliados.

 

Una vez entrados en la ciudad, todos quedamos admirados por su belleza, comprobando que su mayor sustento era el fervor pues los dioses de cada religión tenían su propio templo. Viendo todo esto, Cortés creyó llegado el momento de dejar claro que ellos no eran dioses, que su fuerza dependía del verdadero Dios que desde el cielo los protegía dándoles la fuerza que tenían. Yo comprendí y celebré su lección de humildad, pero también pensé que el seguiría siendo Dios mientras yo lo decidiera, pues en definitiva yo era dueña de la palabra. Esta era una expresión que para mí me la había dicho muchas veces.  A pesar del buen acogimiento, pronto supe que se trataba de una trampa sutil y bien tramada, pues en un lugar estratégico en las afueras de la ciudad estaba acampado un ejército de más de 25.000 guerreros aztecas al mando del poderoso Cuitlahuac, hermano del emperador Moctezuma, a la espera de intervenir tan pronto los cholultecas atacaran a los españoles con la única orden de exterminarlos a todos en la batalla o en los templos, salvo a Cortés y a mí, que seríamos llevados a Tenchtitlan y allí sacrificados en el Templo Mayor a los pies de su dios Huitzilopochtli, al que se le ofrecerían nuestros corazones una vez arrancados.

 

Pero todo se frustró por culpa de una anciana mujer. Al enterarnos, y cuando estaban dispuestos a atacarnos, fuimos nosotros los que iniciamos la batalla que terminó bien pronto pues los 25.000 aztecas, al enterarse que habían sido los teules blancos los que habían empezado la lucha, emprendieron una incomprensible huida hacia Tenochtitlan.  Muchos fueron los muertos, pues los tlaxcaltecas también intervinieron. Pero pronto se acabó todo con un acuerdo impensable: tlaxcatecas y cholultecas hicieron las paces uniéndose también a los españoles.

 

Y nuevamente volvía a ocurrir el milagro. El ejército que salía de Cholula no era el mismo que el que entró, cuatro pueblos lo formaban: totonacas, cholulteca, tlaxcalteca y español; y al frente de todos ellos me sentía que iba yo. Ya estaba empezando a dejar de parecer un sueño el conseguir la libertad, Tenochtitlan estaba cada vez más cerca, y nosotros cada vez más fuertes. Presentía que las orgías de sangre y ofrecimientos de corazones aún latentes, tenían los días contados. ¿Porqué  no habrían venido antes los españoles?

 

Y puestos en este camino hacia nuestro destino que ya parecía iba a ser glorioso por la forma que éramos admirados y recibidos en cada pueblo por el que pasábamos, empezamos a subir la gran montaña hasta atravesar la estrecha garganta que forman los volcanes Popocatepetl  e Iztaccihuatl que nos abocó al balcón del Anahuac.  Y la vimos. ¿Cómo era posible que tanta belleza pudiera albergar tanta maldad? Allí estaba la maravillosa ciudad de Tenochtitlan, los cimientos de templos y palacios sumergidos en las azules aguas y por techo el celeste cielo. Aún recuerdo ver desde lo alto como cabrilleaba la luz en su superficie. Era un lago con tanto bullicio, que el llano de sus aguas se rizaba en suaves ondas provocadas por las muchas canoas que lo surcaban. Se adivinaba un mundo vivo, palpitante.

 

Sentí que había nostalgia en su voz quizás acompañada de una particular melancolía. La miré y me pareció que estaba ausente.

 

Mi despertar fue brusco, como arrancado de un precioso sueño. Fue tal mi sobresalto que resbalé del sillón. Al incorporarme me fijé en el suelo viendo que estuve a punto de pisar a Fisgadora. Me agaché, la tomé y me dirigí al escritorio.

Parte III

Un majestuoso ocaso de gloriosas luces anuncia la ida del cuarto día dejando aparecer la luna dentro de un cerco de negras nubes. La miré impaciente deseando que trajera con ella ese sueño que me hiciera vagar por aquel mundo oleado por la nada. Algunas fueron las noches en las que tuve prisa por escuchar los testimonios de los espíritus pero como esta, ninguna. No podía  apartar de mis pensamientos aquella imagen de perfecta hermosura ni tampoco sus sosegadas palabras que al escucharlas, se me antojaba estar oyendo a la paladina de la libertad.

 

Cuánto estoy disfrutando en este sueño. Y que una mujer como esta esté maldita por los que han acabado siendo su pueblo es increíble no ocurriéndoseme otra cosa que no sea ignorancia, machismo o . . . mejor me callo. ¡Que ayudó a los extranjeros! dicen. Pues oyéndola, creo  que lo que hizo fue tratar de convencer a los españoles para que la ayudaran sin decírselo.

 

Me doy cuenta que estos pensamientos han apremiado mis ansias por encontrar el sueño. De forma instintiva miro la noche, era negra, intensamente negra donde brillaba la luna como dueña del cielo coreada por infinitos guiños. Me acordé del café. Una vez preparado dudo entre el sillón y la cama. Removiendo la taza me decido por el primero. Arrebujado en él, me dan ganas de cerrar los ojos. Sentí descanso al hacerlo abriéndolos al rato, y cuando esperaba ver la oscuridad, tropecé con la luz del salón.

 

Decepcionado me levanto, voy a la estantería, tomo a Calderón y, esta vez, me meto en la cama. Abro el libro, lo ojeo y me pongo a recitar aquello de: “Cuentan de un sabio que un día . . .” Sonaba bien a mis oídos, y sin darme cuanta, dejé de oírme.

 

Me costó, pero de nuevo me encuentro vagando por ese mundo de oscuro añil donde reina un silencio tan profundo que hasta se puede oir. Pero lo que escucho es un sonido cada vez más nítido, como si se acercara,  aunque por más interés que pongo nada veo y de repente me doy cuenta que posiblemente sea yo el que se acerque al ver aparecer una luz en el fondo y comprender que es el sonido el que me arrastra. El Guardián del Espíritu no estaba, pero sí Malinalli.

 

Allí se encontraba su celestial figura mezcla de tranquilidad y dulzura sentada en el trono celeste. Me sonrió como dándome la bienvenida. Yo también le mostré mi sonrisa y quedé mirándola, esperando oír su voz que sonó maravillosa continuando como si no se hubiera detenido:

– Tras la contemplación de Tenochtitlan comenzó el descenso y mientras lo hacía, iba murmurando, unas veces hacia mis adentros y otras hacia afuera, mis suaves palabras procurando que nadie las oyera. Quería hablar español antes de llegar a la capital azteca. Entender casi lo entendía pero nadie lo sabía, salvo un joven paje de Cortés con el que platicaba. Él me enseñaba español y yo a él nahuatl. Cuando lo pensaba sonreía, era mi secreto mejor guardado.

 

En la bajada tropezamos con algunas dificultades, también con grandes alegrías pues sorprendentemente recibíamos muestras de apoyo en todos los pueblos, lo que demostraba que por mucho poder que pareciera que tenían los aztecas, era un imperio con los pies de barro. Pero estas muestras de apoyo desaparecieron por completo cuando llegamos a las poblaciones situadas en la ribera de la laguna.

 

En una de ellas, Iztapalapa, conocimos a Cuitlahuac, hermano de Moctezuma y su mano derecha que en el futuro nos daría muchos disgustos, pero en aquel momento nos anunció el encuentro con el emperador de los aztecas. Esta tendría lugar en la calzada que atravesaba la laguna uniendo Iztapalapa con Tenochtitlan en lugar de recibirnos en su palacio, lo que significaba una atención de bienvenida que nunca había tenido el Huey Tlatoani  con ninguna de sus visitas, lo que era una muestra de respeto hacia los españoles que él creía enviados de Quetzalcoatl.

 

Y el encuentro no fue de menor atención, llegando Moctezuma a bajarse de su lujoso palanquín portado por cuatro fornidos macehuali para acercarse, ante la sorpresa de todos, a Cortés y poner en su cuello un collar de preciosas flores.

 

Yo también di mi pequeña sorpresa al ser la única que hablara con Moctezuma y Cortés sin necesidad de otro traductor. Todavía recuerdo la cara de Jerónimo de Aguilar cuando me quiso traducir las palabras de Cortés y yo le dije, en español, que lo había entendido.

 

Me sentí la dueña del mundo. Yo, una joven mujer nacida princesa y vendida como esclava, en medio de aquellos dos poderosos hombres pendientes de mis palabras pues sin ellas les era imposible poderse entender. Y lo hacía mirando a la cara del emperador azteca ante el estupor de todos sus súbditos que estaban obligados a lanzarse al suelo cara hacia abajo cuando él hablaba o simplemente los miraba. Y así, mientras de mis labios salían bonitas palabras, mis ojos le decían: <>.

Y de esta manera, Moctezuma rindió pleitesía a Cortés como enviado del dios Quetzalcoatl del cual su pueblo era humilde servidor, y mientras durara su estancia en Tenochtitlan se alojarían en el palacio que fuera de su padre, Axayacatl.   

 

Al principio todo fue calma, aunque de cuando en vez nos asaltaba la inquietud. Y es que se respiraba tanto poder en Tenochtitlan y nosotros éramos tan pocos, que pronto tuvimos la sensación de estar metidos en una prisión con forma de maravillosa ciudad sin posibilidades de escapar al estar rodeada de agua por todas partes; terminándose todo de complicar cuando hasta nosotros llegaron noticias que unos españoles habían sido atacados y sacrificados allá cerca de la costa.

 

Cortés exigió un castigo y Moctezuma se lo concedió y el responsable de la acción murió ejecutado. Pero ya la desconfianza se había desatado, llegando los españoles a tomar la sorprendente y espectacular decisión de querer obligar a Moctezuma a dejar su palacio y venir, casi como cautivo, al que estaban los españoles.

 

Cuando me enteré me puse a pensar con qué palabras se lo iba a comunicar para no herir su omnipotencia absoluta, pues ante mi sorpresa me di cuenta que como persona, Moctezuma, ya no me caía del todo mal. Y así, ante la incredulidad de todo Tenochtitlan, su todopoderoso Huey Tlatoani abandonaba su augusta residencia para cohabitar junto con los españoles.

 

No fue tan mala la decisión, pues el roce continuo provocó una inimaginable situación al crearse entre Moctezuma y Cortés una impensable amistad en la que yo hice de puente para que esta naciera, viviendo momentos de verdadera satisfacción las muchas veces que estábamos juntos. A tal punto llegó el apego en entre ellos, que se pudo poner una imagen de la Santísima Virgen y una Cruz en el Gran Templo de Tenochtitlan dando fin a los sacrificios humanos, y acabando Moctezuma por jurar obediencia al rey de los españoles llegando estos a ir a recaudar tributos por aquellas tierras que estaban bajo el dominio del imperio azteca.

 

La vida transcurría por un maravilloso sendero de paz, tornándose en admirable cuando los españoles construyeron un barco y lo botaron en la laguna, recorriendo los tres, Moctezuma, Cortés y yo, todas sus islas y rincones. Era asombroso, se había logrado la paz entre todos los pueblos sin derramar una sola gota de sangre. Increíblemente los sacrificios de hombres, mujeres y niños a los dioses se habían acabado.

 

Pero esta bucólica paz iba a tener un triste e inesperado final, cuando un día aparecieron una veintena de barcos en la costa de La Villa Rica de La Vera Cruz.

 

La primera reacción de Cortés fue de alegría, pues creía que los navíos procedían de España, pero pronto  se trocó en preocupación cuando supo que era  de Cuba, dando por sentado que venían a detenerle. Pero lo peor fue que los aztecas también se enteraron pues pronto los recién llegados explicaron a los espías de Moctezuma, las intenciones que traían.

 

Cortés no podía quedarse quieto y decidió, al mando de doscientos hombres, partir a enfrentarse a los muchos que venían a buscarle, cometiendo el error de querer llevarme con él. Yo le dije que mejor sería que me quedara en Tenochtitlan acompañando a Pedro de Alvarado que se quedaba con la misión de seguir manteniendo la paz en la ciudad. Pero él seguía en sus treces, y yo le insistí diciendo que Tonatihu, como llamaban a Alvarado, era muy nervioso y escaso de paciencia para quedarse solo sin nadie que hablara nahuatl, y que él, a mí, verdaderamente no me necesitaba pues contra los que iba a luchar también eran españoles.

 

No me hizo caso y tuve que marcharme con él. No me fui tranquila, pues sabiendo los aztecas que Malinche, como llamaban a Cortés, estaba condenado al fracaso, pues iba a luchar contra más de 1.000 soldados  mucho mejor armados, seguro que algo intentarían contra los pocos españoles, apenas un centenar, que se quedaban en Tenochtitlan.

 

Y no me equivoqué. La inesperada e increíble victoria de Cortés, quedó empañada por las noticias que llegaron de Tenochtitlan, los aztecas se habían rebelado y Alvarado, anticipándose al plan que tenían urdido los mexicas, había provocado una matanza en la plaza del Templo Mayor. Cortés, ahora increíblemente reforzado, emprendió un precipitado camino de vuelta a la capital azteca.

 

El recibimiento no pudo ser más frio. Nadie por las calles había. Pero las puertas y ventanas de todas las casas parecían estar vivas por los muchos ojos que por ellas asomaban.

 

Cuando Alvarado explicó lo ocurrido, todos pensamos lo conveniente que hubiese sido que yo me hubiera quedado. Pero no era ocasión para lamentaciones pues a cada momento todo iba peor, hasta el punto que me hicieron rogar a Moctezuma que hablara con su pueblo y les dijera que quedaran tranquilos, los españoles habían decidido marcharse para siempre.

 

Pero los aztecas tenían ya nuevo caudillo, y cuando desde la azotea del palacio intentó hablar a su pueblo, no le dejaron hacerlo. Entre gritos ofensivos tuvieron el atrevimiento de comenzar a lanzarle piedras golpeándole con tres, una de ellas en la cabeza. Protegiéndole como se pudo, le ayudaron a bajar de la azotea y fue tanta la pena y la congoja que de él se apoderó, que no quiso ni tan siquiera ser curado. Tras mucho tiempo de estar a su lado, me pidió, sin apartar de mí sus ojos, que si moría nos ocupáramos y protegiéramos a sus hijos. Y si esto ocurriera, que no se preocuparan por él, que tomaran su cuerpo y lo dejaran solo en la calle que su pueblo sabría lo que hacer con él.

 

Y así ocurrió. Pero esto no cambió la situación, antes bien la empeoró, llegando al extremo de no haber ni siquiera  para comer. La situación estaba clara, no había otra solución que salir como fuera del palacio en el que estaban y abandonar Tenochtitlan. Y se decidió hacerlo cuando llegara la noche, eligiendo para ello una muy triste, pues hasta llovía.

 

Cuando la ciudad estuvo callada, empezamos a salir con gran sigilo. Las pezuñas de los caballos iban envueltas con trapos para evitar que hicieran ruido. Y así empezó el abandono del palacio de Axayacatl, guardando un silencio compungido y ordenado, enfilando la calzada más corta sobre la laguna que debería de llevarnos a tierra firme.

 

Dentro del oscuro silencio todo parecía marchar bien. La lluvia que caía parecía mojar el miedo manteniéndolo callado en aquella larga procesión que parecía no tener fin; hasta que la cabeza llegó al tercer corte de la calzada en la que la voz de una mujer mayor rompió el mutismo de la noche al gritar con todas sus fuerzas:

– ¡¡Los teules blancos se escapan!! ¡¡Los teules blancos se escapan!!

Fueron unas palabras que casi provocaron la desbandada. Sin embargo, las mujeres que íbamos en medio de la larga columna en las que iban españolas, tlaxcaltecas, aztecas y de otros pueblos, dimos una muestra de entereza que para sí hubieran querido muchos hombres.

 

¡Y aparecieron de repente! En el negror de la noche empezaron a oírse los gritos aparecieron de pronto las canoas repletas de guerreros llegando por un lado y por el otro a lo largo de la calzada alargando sus brazos tratando de agarrar prisioneros para sacrificarlos a sus dioses.

 

La oscuridad estaba llena de voces y alaridos, en la que no faltaban los llantos haciendo de aquella noche, una noche de espanto, aunque más se la conoció como la triste,  de la cual, aprendió mucho el terror y el miedo.

 

Tantos eran los desgraciados que caían, que la muerte apenas tenía tiempo de acudir a tantos sitios.

 

¡Cuántas formas de morir, y cuántas  de querer seguir viviendo! Y qué manera de gritar los caballos y los perros. Era la música del Infierno.

 

Calló. La miré. Su rostro parecía reflejar todo el padecimiento de aquella noche.

 

Abrí los ojos y me encontré en la cama. Hacía tiempo que había amanecido. Un potente sol entraba por la ventana. No me apetecía levantarme. Me di la vuelta y aplasté a Fisgadora con mi cara.

 

Sonreí quedándome quieto. Tenía ganas de pensar.

Parte IV

Es una noche triste, desgarrada, como de llanto; ni tan siquiera tiene luna, y llueve.

 

Todo el día lo he pasado pensando en los recuerdos del último sueño. Me sentía con pena. Y ahora, al tiempo que contemplo la mojada oscuridad, me pregunto que ocurrirá esta noche. ¡Esta noche no ocurrirá nada! me respondo, es la primera.

 

De pronto noto como si me asaltara el sueño. Me extraño, y un tanto confundido me meto en la cama sintiéndome a gusto con la luz apagada.

 

No ha pasado un momento y me sorprendo no comprendiendo nada, ¡Estoy ante Malinalli! Me mira, me sonríe; yo sonrío y la admiro al tiempo que de nuevo pienso: <<¿Es posible que haya en México gente capaz de odiar a esta mujer?>> Pobres criaturas. ¡Si supieran cuánto le deben! Y no lágrimas, sino sonrisas. Mis pensamientos se cortan cuando la oigo decir en un tono de plácida armonía:

– Como te estaba contando, fue una noche fría, llena de quejidos y gritos de espanto que sonaban como una llamada desesperada a la aparición del alba, que por fin acudió para alumbrar nuestro desconsuelo. ¡¡Qué pocos éramos!! ¡Cuántos faltaban!

 

La calzada estaba sola, una manta de pena en forma de neblina la cubría; y por más que se la miraba, nadie aparecía. Todos los que faltaban estaban en el fondo de la laguna o lo que era peor, en manos de aquellos hombres ansiosos de abrirles el pecho y arrancarles el corazón para ofrecérselos a sus hambrientos dioses que durante tanto tiempo habían ayunado por culpa de aquellos malditos extranjeros.

 

Nos miramos, nos contemplamos, y los pocos que quedamos también nos consideramos muertos. Apenas quedaban caballos, todos los cañones se habían perdido y las pocas armas de trueno que quedaban no servían para nada pues el polvo que las hacía tronar se había perdido en la laguna. Y la fatal sensación se nos confirmó siete días después cuando llegamos a los llanos de Otumba.

 

Otumba, cuántos guerreros aztecas habían esperándonos; tantos, que el suelo no se veía. Y no lo dudamos, nos creímos avocados a la muerte. Y fue cuando pensamos que, morir por morir, más valía hacerlo luchando que salir corriendo. Y así sucedió el milagro, pues una vez todo acabado, nos vimos sorprendidos naciendo de nuevo a la vida. No cabía duda, fue una demostración más que los milagros existen.

 

A partir de aquí todo cambió: Tlaxcala, que teníamos el temor que nos abandonara, confirmó su alianza, como también lo hizo Cholula y Cempoala, comenzando así a prepararse la segunda marcha sobre Tenochtitlan. Pero esta vez con la idea de que fuera la definitiva.

 

Coincidiendo con todo esto, se desencadenó una terrible pandemia ocasionada por una enfermedad traída en aquellos barcos que vinieron de Cuba a capturar a Cortés y para la que aquí, en estas tierras, estábamos indefensos. Muchos fueron los que murieron, entre ellos el recién nombrado emperador de los aztecas Cuitlahuac, hermano de Moctezuma, así como uno de los cuatro caciques de Tlaxcala, el que era el mejor amigo de Cortés entre tantos y tantos miles de hombres, mujeres y niños, como también el cazonci de los purépechas, que tras pensarlo, acabarían aliándose con los españoles.

 

Dentro de esta gran pena, los planes para conquistar Tenochtitlan continuaban, habiéndose decidido atacarla por tierra y por agua para lo que se empezaron a construir 13 pequeños barcos, llamados bergantines, en la misma Tlaxcala. Mientras todo esto se hacía, mi trabajo principal consistía en convencer a los pueblos para que se aliaran con nosotros, siendo el más importante Texcoco  por estar unido con Tenochtitlan, que junto con Tacuba, formaban La Triple Alianza. Y para ello, nos ayudó mucho el absurdo comportamiento del nuevo emperador azteca Cuauhtemoc, al provocar una lucha fratricida entre el poder militar y el sacerdotal, estando él de parte de estos últimos que, aunque ganaron, se quedó sin la experiencia en la guerra de sus generales, pues mandó sacrificar a casi toda la nobleza, incluido al Cihuacoatl, segundo jefe en el mando tras el emperador, por haberse atrevido a sugerir la idea, ante la marcha de los acontecimientos, de escuchar las propuestas de paz que continuamente pedían los españoles,  quedando el poder militar en manos de los sacerdotes, y así, sin presentar batalla, Texcoco decidió unirse  a nosotros quedando de esta forma  desecha la todopoderosa Triple Alianza.

 

Los crueles combates pronto empezaron a darse en todo el entorno de la laguna salvando dos veces la vida Cortés por la forma de luchar de los aztecas, que en lugar de combatir hiriendo o matando en la pelea, preferían tomar prisioneros para ofrecer sus corazones a los dioses, siendo liberado cuando se lo llevaban arrastrando entre varios mexicas. No había ninguna duda  que los dioses tenían de estar contentos por la cantidad de corazones que recibían cada día. Pero Tenochtitlan se quedó en soledad luchando contra todos los pueblos, siendo su momento de mayor desconcierto cuando se botaron los 12 bergantines en la laguna, terminados de construir en Texcoco.

 

Fue el inicio de una lenta agonía, pues todos pueblos acudían ansiosos de participar en esa sangrienta orgía dando suelta a todos los resentimientos acumulados durante tantos años contra los aztecas.

 

De nuestro lado, todos los días se parecían. Por la mañana se combatía y al atardecer contemplábamos tristes y sobrecogidos, como subían los escalones del Templo Mayor los compañeros que habían sido capturados durante el combate para ser sacrificados. Mientras abatidos contemplábamos  la escena, todos daban gracias a Dios por haberles librado de tan horroroso final, pues todos preferían morir luchando antes que ser apresados para admirar como latía su corazón en la mano de un sacerdote azteca después de haberle sido arrancado.

 

Tres meses duraba el combate, tres meses sin satisfacción ninguna, pues aunque se iba de victoria en victoria, lo que se contemplaba al acabar el día rompía el alma de cualquiera que mirara y escuchara el terrible tambor con su retumbante tam-tam enunciador de su espantoso dios Huitzilopochtli.

 

Ya se habían perdido la cuenta de las veces que Cortés y yo en su nombre, habíamos pedido la paz al emperador azteca teniendo el silencio como única respuesta. Los últimos días, en los que ya se barruntaba la victoria, los españoles apenas luchaban, estando más pendientes de contener la furia de sus aliados que de combatir a los mexicas.

 

Y por fin llegó el silencio. Ya no se oía el combate, las voces habían enmudecido, solo se escuchaban lamentos de mujeres y niños envueltos sus lloros en el fétido e insufrible olor a cadaverina mientras la vista, compungida, recorría aquellas ruinas que en nada se parecían a la hermosa ciudad de hacía tan solo unos pocos días.

 

Sentí llorar mi corazón ante tanta piedra caída e imágenes de tormento,  y rogué a Dios que si le plugo tanta destrucción, que esta sirviera para la creación de un nuevo orden donde la pena y el dolor no existiera, pero pensando en los  hombres, se me antojó un imposible deseo. Entonces miré a lo alto, un sol  esplendente de verano iluminaba un cielo esperanzador que de nuevo era rasgado por las alas de las aves que con sus trinos y revuelos parecían estar celebrando la pronta venida de la paz.

 

Calló quedando quieta. Sus últimas palabras parecieron sonar con un matiz de añoranza al tiempo que su actitud parecía contrita. El silencio continuó, un silencio que le dio a mi interior una sensación plañidera pues me pareció verla en una actitud como si estuviese cargada de penas inmerecidas. La miraba queriendo mentalmente describirla, pero no encontré palabras, sencillamente porque no existían. De pronto tuve la sensación que me marchaba y no quería irme.  Entonces sentí el imprudente deseo de orillarme y abrigarme en ella.

 

Me asusté de mi osadía aunque solo hubiera sido de pensamiento. Intenté moverme y acabé despierto. Sorprendido me incorporé. Me sentía indispuesto, Nunca un sueño me hizo sentir tantas indecisiones.

 

Aún medio aturdido, me levanté y sentí que algo caía al suelo. No me preocupé en saber lo que era. Sin mirar, me agaché, la recogí,  y  la guardé en el bolsillo. Era Fisgadora.

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Parte V

Siento como arde la noche, no en llamas, sino en sentimientos. Es una noche clara a pesar de carecer de luna. En las estrellas, que de continuo guiñan, anda mi mirada perdida sin saber que busca.

 

El sueño también se me muestra esquivo, quizás por tener el presentimiento que cuando la vuelva a ver, será la última vez que ocurra. Hastiado, me dirijo a la biblioteca y sin mirar tomo a Zorrilla.

 

En mi resignación, esta vez me acomodo en el sofá, necesitaba relajarme. Abro el libro al azar, lo ojeo un momento, lo dejo sobre mi pecho, y cerrando los ojos, me pongo a recitar: “No es verdad ángel de amor que en …” Callo y bruscamente me incorporo al tiempo que me pregunto porqué había empezado a declamar ese verso mientras mi mente pensaba en ella. Y entonces tuve la sensación que ese noble y generoso espíritu parecía haberme embrujado. Hasta mi corazón parecía latir al recuerdo de su voz.

 

Reacciono y sonrío, no cabía duda que había estado en poder de un corto sueño. De nuevo mi rutina acude al café. He olvidado mis ganas de leer y salgo al balcón; pero esta vez siento frío. Decepcionado acudo de nuevo al sillón y me siento. Noto en la boca un extraño sabor a nada. Acabo de un sorbo el café y me voy a la cama.

 

Ya llevo un rato poniéndome de un lado y cambiándome al otro. Por fin me quedo quieto. En la oscuridad veo una luz en el fondo que se va haciendo grande a medida que me acerco. Y la veo. Sigue sentada en el centro. Acudo hacia ella siendo acogido por su maravillosa y enigmática sonrisa a modo de saludo, y enseguida reanuda su declamo. En su voz no se nota alegría, sino una vaga melancolía que sin duda tenía que ver con los amargos días que rememoraba:

– Era mediados de agosto del año cristiano de 1.521, cuando llegó la noticia que Cuauhtemoc, el emperador azteca había sido capturado cuando trataba de escapar en varias canoas en compañía de sus más allegados. Nunca se le vio combatir y ahora que las cosas se habían puesto del todo mal, solo pensó en escapar ignorando a su pueblo. Era curiosa su acción, nunca se quiso rendir y ahora intentaba escapar. Extraña conducta. Ahí está, lo veo venir hacia nosotros, yo estoy en compañía de Cortés. Su aspecto y el de los que le acompañan, nada tiene que ver con la imagen famélica de su pueblo. La alimentación a base de prisioneros sacrificados, la sangre y los corazones para los dioses y la carne para ellos, les daba un aspecto como si el hambre y las penurias no hubieran ido con ellos.

 

Cuando el emperador de los aztecas llegó a nuestra altura, en quien primero se fijó fue en mí, y aunque no me conocía, en cuanto comencé hablar supo quien era y me dijo:

– A mi destino, han hecho más daño tus palabras que las armas de mis enemigos.

A lo que no dudé en responder:

– En la desgracia de mi vida, habéis intervenido más vosotros, los aztecas, que la voluntad de los dioses.

 

Fueron las únicas palabras que a título personal nos dijimos. Después, todo fue un diálogo entre Cortés y Cuauhtemoc y que yo traducía.

 

Era el último día. Una época tocaba a su fin dando comienzo a otra que serían los cimientos de una hermosa nación que empezaría llamándose La Nueva España.

 

Calló, dando la sensación que había acabado lo que tenía que decir. Pero yo no estaba dispuesto que esto quedara así, por lo que me atrevía a preguntarle:

– ¿Y no te produce dolor que 300 años después de lo que me has contado y cuando ya La Nueva España cambió su nombre por el de México, se diga de ti todo lo que se está diciendo?

 

Ella, que no apartaba la vista de mí, enseguida contestó:

– No siento dolor pero sí honda pena, que después de tantos años y sin venir a cuento ni tener razón, muchos mexicanos llaman traidores a aquellos que luchamos por la libertad dejándoles un país más del doble de grande que el México actual, un país que a pesar de ser tan grande, permaneció unido y en paz sin apenas tener ejército que lo obligara, siendo una dolorosa espina que haya gente que se ha dado a desprestigiar a los forjadores de esa gran nación, provocado por la ignorancia o lo que es peor, por maldad y desamor a la nación que tanto nos costó crear.

 

Su sonriente silencio parecía invitarme a una segunda pregunta:

– ¿Qué opinión tiene del significado que se le ha dado al otro nombre por el que se la conoce, Malinche, cuando se dice que “Malinchismo” es una “actitud que muestra apego a lo extranjero con menosprecio a lo propio”.

 

La sonrisa desapareció de sus labios al responder a mi larga pregunta:

– La primera vez que lo oí, me causó risa. Ahora que tanta gente lo cree, me produce llanto. ¿Que prefiero lo extranjero a lo mexicano?, es increíble que se pueda decir eso. ¿Se puede ser más ignorante y obsceno? Y más incomprensible resulta que eso esté escrito en el diccionario de la lengua española den México. ¿Qué pensará Cortés que se admiró más de mí que yo de él? A mí, a la que los españoles llamaron Doña. A Malinalli, que habiendo nacido  princesa, fue vendida como esclava y aún presumía de ello. A la que pudiendo haberse escapado arriesgó su vida por la libertad de los pueblos. Y aún a riesgo de parecer “malinchista” – esto último lo dijo sonriendo – os diré que daba menos miedo luchar contra los españoles que contra los aztecas.

 

Nuevamente calló; el silencio duró; y viendo su sonrisa, me armé de valor y pregunté:

– ¿Y del amor? ¿No hubo nada con Hernán Cortés?

 

Me miró con un rastro de malicia en sus lumínicos ojos y con una indescriptible sonrisa, me contestó:

– Es cierto que algo hubo y en lo que varias veces disfruté como mujer; pero eso es otra historia que nunca sé si contaré. Aunque si diré que a los pocos años de haber acabado la toma de Tenochtitlan, me pidió a mi hijito, que también era suyo, y no es que me lo quitara, pero se lo llevó.

 

Miré sus ojos, no habían lágrimas, eran dos perlas las que resbalaban por su rostro. Tanto me conmovió, que no me pude resistir a preguntar:

– ¿Cuándo gozasteis de vida en la tierra, vuestra figura era tan bella como lo es ahora?

 

Ella me miró, sonrió y me respondió:

– Espero hayas quedado satisfecho con lo que te he contado. Tú serás el que decida que hacer con ello.

 

Después, mientras contemplo como se aleja, me invade un triste presentimiento: la certeza que no la volvería a ver, al tiempo que sentía que una particular melancolía se quedaba haciéndome compañía.

 

En esa añoranza estaba, cuando apareció el Guardián del Espíritu para anunciarme la despedida al tiempo que con un suspiro opinaba:

– Será difícil que consigas de nuevo un encuentro así.

 

No tuve tiempo de responder. Ya empezaba a dibujarse en el cielo la primera luz del alba cuando desperté.  Tan extraño me encontraba, que no tenía ninguna gana de abrir los ojos, hasta que, al sentir un calor en la cara, me hizo abrirlos. La divina  alborada estaba entrando por la ventana haciendo que sus rayos cegaran mis ojos. Me protejo con el brazo y presto me levanto, esta vez no tropiezo con la pluma Fisgadora, ya la llevo en la mano.

 

Al incorporarme una curiosa inquietud asalta mi pensamiento: ¿Qué opinará mi buen amigo Don Luis Moll cuando lea este relato?

 

Llegado el momento se lo preguntaré, si antes no me dice nada él.

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4 comentarios

  1. La Malinche, ha sido y creo que sigue siendo por la ignorancia de unos muchos, la mujer más despreciada en México.
    Una mujer de las que más polémicas ha tenido en México y en Hispanoamérica. La tachan de traidora de México, cuando no lo fue, en primera parte porque México no existía. Y los actuales habitantes de ese país tan maravilloso, le deben a esta mujer su propia existencia.

  2. A esta dama y princesa mexica, se le ataca por traición. Lo hacen aquellos ignorantes de la historia de su país. Ella, esta mujer fue la verdadera “madre” de esta tierra tan bella.

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