Our about
Cuenca
La paleta de un pintor

“Roban azul del cielo los pinceles/ disfrazados de chopos de ribera. / Cuenca es como una hoguera donde arde / todo un sueño de rojos y añiles. / ¿Es símbolo el color? En él se siente / que Cuenca tensa el arco hacia el futuro / con una flecha de esperanza”.
Manuel Martínez Remis
- Francisco Gómez de Travecedo, 1958
Me resulta gratificante servir de valedor de escritores que, no nacidos en Cuenca, han querido plasmar con su pluma esa visión subjetiva en bella narrativa de nuestra Semana de Pasión. Cuenca, en la semblanza del tiempo pasado ha conseguido acrecentar su silueta como ciudad histórica, anclada en sus tradiciones más solemnes e inmersa en el recrear de su espíritu provinciano; Cuenca, la que durante tantos años -demasiados sin duda- ha permanecido aislada, sin relieve, insólitamente apartada del conocimiento de todos los caminos, quiere ahora, servir de icono de un turismo provechoso, provocando sinergias útiles para su desarrollo y que, como diría Gómez de Travecedo- “situada entre la geométrica piedra herreriana del turismo que va a El Escorial y la mediterránea gracias de las doradas naranjas de Valencia, a caballo entre la huerta y la monumentalidad, estáticamente sumida en su gran silencio de piedras.”
Por eso, esta ciudad, sin más rumor que el de sus pinos verdes -enormes como mástiles de varados navíos- Cuenca, que un día tuvo entre sus manos -en la de sus hijos ilustres- los más altos destinos de España, se estaba quedando -allá por la década de los 60- sin historia y sin destino; apenas si era una ciudad de tercer orden administrativo, una leve sombra en los mapas, y todo lo más, una leyenda desdichada.
Por esa razón constante y señera -por eso del tiempo arrastrado -Antonio Gómez de Travecedo, abogado y viajero, de estirpe gallega aunque diseminada su familia por Andalucía, trazó sus líneas escritas en suave narrativa toda una riqueza de vida. Y entre todo su contenido de aquella Guía que Paraninfo le publicase ha extractado su visión de nuestra Semana Santa devota. Vayamos pues, a su semblanza, a su expresión textual y rigurosa para ser fiel testigo del tiempo en estas páginas que inicio.
“Semana Santa de Cuenca”. La Semana Santa conquense -diría Federico Muelas- no se parece a ninguna otra de España. Es una solemnidad grande, lacerante y litúrgica, donde las procesiones constituyen un milagro de insólita naturalidad.
Para los viajeros como yo, acostumbrados al deslumbrante esplendor de los desfiles procesionales del mediodía andaluz, el espectáculo de sus cofradías revestidas de sobriedad y fervor es de una impresión cautivadora.
nada de lujo ni de fulgurantes alhajas en las imágenes: Las Vírgenes de Cuenca, no llevan más aderezos que las brillantes lágrimas del dolor. Las procesiones son pues sobrias y austeras como la tierra, pero en cambio tienen en su propia fisonomía un temblor único y producen una escalofriante sensación.
El segundo motivo de asombro, pudiera ser muy bien el silencio. En la Semana Santa de Cuenca no hay “saetas” como en Andalucía, ni van las Vírgenes recamadas de joyas, bajo los suntuosos palios de terciopelo.
No hay aplausos, ni vítores ni saetas, pero en cambio existe una emoción única y un lamento desgarrador: el grandioso y patético Miserere.
Se dice que el Miserere conquense está compuesto por un hijo genial de la localidad, el maestro Pradas, organista de la catedral y compositor de música sacra en el siglo XIX, hombre de raras cualidades y huraño carácter, del que se cuentan sutiles y peregrinas cosas. Por ejemplo, que un día, con solo oir una vez la marcha que tocaba el Regimiento francés de guarnición en Cuenca, el Regimiento número 75, la repitió de memoria en el órgano de la catedral; que otra vez, en Uclés, se negó a tocar en la función religiosa que presidía Fernando VII y en fin, lo más asombroso de todo fue, que el patético lamento del Miserere hubo de obtenerlo mediante el insólito y doloroso medio de una paliza propinada a su mujer, la pobre y sufrida Leocadia, víctima en esta ocasión de la más peregrinas de las inspiraciones musicales.
Otros más seriamente documentados -sin ir más lejos- El Episcopologio de Muñoz y Soliva-, recoge la versión de los golpes, pero aplicándolos no precisamente a las notas el Miserere, sino a los compases del “Gementes et flentes” de su Salve Magna. Sea como fuere, bien en el Miserere o en la Salve, la paliza a la resignada Leocadia, no hay quien se la quite, y ahora que ya no existe la dama, la caballerosidad española manda rendir un tributo de emocionada simpatía a esta buena y paciente mujer, que si no compuso música, contribuyó a que otros la hicieran, y de la mejor clase por cierto…
Pero prosigamos con la Semana Santa. Anónimo o conocido este Miserere que se canta en Cuenca, es extraordinario y tiene además resonancias universales. Un conquense lo llevó a Montpelier, se cantó en París, y lo oyó con agradable asombro la Corte de la reina Victoria en Londres. Es en verdad maravilloso, y escucharlo en el silencio de sus noches, con el fondo muerto y patético de sus viejas calles consteladas de luna, San Andrés, San Nicolás, calle del Peso, San Felipe, deja suspenso el ánimo y es de una imborrable impresión.
En cuanto a la Semana Santa, la mayor parte de las cofradías que en la actualidad existen, nacieron al impulso de la piedad gremial que en Cuenca alumbró durante los siglos XVII y XVIII.
Las Hermandades se agrupaban por profesionales y oficios, y su devota vinculación a los mismos transmitía de padres a hijos, de generación en generación; así la Soledad y el Santo Sepulcro, agrupaba a todos los abogados de Cuenca; la Hermandad de San Juan, a los carpinteros y los madereros; la del Cristo de los espejos, a los tejedores y laneros; el Paso del Huerto, a los hortelanos; el Jesús de la Columna, a los albañiles…
Muchas de las tallas de incalculable mérito y valor artísticos, fueron destruidas durante la última revolución. Su excepcional rango escultórico quedó patente en las imágenes de Jesús ante Anás, la Oración del Huerto, Jesús con la Caña, Nuestro Padre Jesús de la Flagelación, Jesús Nazareno, el Cristo de la Expiración, Nuestra Señora de las Angustias, y sobre todo, el maravilloso Ecce Homo de Juan de Torres.
Queda aún por encajar en la conmovedora gravedad de la Semana Santa de Cuenca, la inesperada sorpresa de una bebida; de una bebida especial y típica que los conquenses acostumbran a gustar en esta fecha: “el Resoli”.
Y acabo diciendo que Cuenca, una ciudad única que conmemora el católico drama del Gólgota de una forma impresionante y posiblemente sin par, con esas procesiones que van monte arriba temblorosas como llamas de cirios, en esos rincones e estremecido silencio -San Pedro, San Andrés, La Esperanza, Calle del Peso, San Felipe, San Juan, -transida de sollozos y rezos bajo la alta y dramática claridad de la Luna.
- Renán Flores Jaramillo, 1980
Y si cabe, todavía más gratificante, el que autores de allende los mares, servidores del viaje como vehículo de su cultura personal, amigos de una historia no vivida y creadores de un sentimiento de la Patria Madre, vengan y su-realicen sus expresiones con la pluma del escritor que viaja para aprender, para conocer, para sentir y para crear.
Uno de ellos es este ecuatoriano de Quito, ensayista literario dentro de ese panorama extenso de la dimensión hispano-americana que vino a Cuenca y le rindió su particular homenaje con un libro extraordinario bajo el título de “Acercamiento a Cuenca”. Enamorado de España y su Tierra, a la que tanto visitó como buen viajero expresaba con orgullo esas maravillas que una ciudad meseteña como Cuenca, adentrada entre caminos angostos, pueblos llenos de historia y gentes arrinconadas a su “terruño” le había significado y tal cual él mismo decía: “Y en un viaje del cogollo de España al cogollo de Cuenca, su capital, donde se unifican todos los anhelos de una gente que debe de luchar contra el medio, contra el frío invierno y el caluroso verano, contra la poderosa fuerza de la piedra y el agua. Del campo a las casas “colgantes” de Cuenca un largo y poético viaje, por entre manantiales que brotan de quién sabe dónde y molinos que, quietos, ya no nos atacarán como al Quijote.
“En la Sierra o en la Serranía, la descripción de la belleza tiene pocas palabras. Verdor y piedra, agua y sol. Dicen que la laguna de Uña albergó en su centro a una isla flotante, de césped que se movía con algunos árboles por encima del agua y es fácil inventar un poema, para la laguna y la isla pero dicen también que finalmente la isla se unió a la tierra y hoy queda la laguna, quieta, en medio de la sierra.
Los pinos son altísimos, pelados abajo y sus copas verdes hablan de valentía de aquellos bandoleros que se internaron en las sierras, que entre las piedras se jugaron la vida. Toda la historia de Occidente se resume entre estas montañas, pasaron los romanos, los árabes, la Edad media vio también las oquedades en estas montañas.
El agua es protagonista. La piedra el elemento esencial. entre ambas han inventado un paisaje extraño. la escultora de Cuenca es el agua, diseñadora de dibujos extraños, de formas conmovedoras, de puentes y animales encantados.
El lapiaz, buril del agua entre la piedra, ha dejado a la provincia la ciudad encantada, declarada sitio natural de Interés Nacional…y en apenas dos kilómetros cuadrados la piedra alcanza los límites posibles de la forma porque la naturaleza exhibe toda su potencia creadora, moldeando peñascos calizos y ha levantado una ciudad que parece dormida en un secular encantamiento; ciudad solitaria y muda, sin habitantes, sin hogares, sin ruidos, ciudad sin hervor de ciudad, ciudad caótica y anárquica…“
Y es que en este libro, la pluma de Pedro M. Trapero, nacido en Navalcarnero, hace maravillas entre el paisaje y el caserío. Cada uno de sus paisajes a lienzo, entre la plumilla del tiempo, el carboncillo o el óleo, son trozos de Castilla, de esta Tierra austera y amesetada donde Alonso Quijano anduviera a lomos de Rocinante. Pinta sus tierras sobrias con fuertes contrastes, mucha luz y unos cielos trágicos, dinámicos, que nos evocan visiones castellanas de Miguel de Unamuno o de Antonio Machado.
Nos dice Raúl Chávarri de este ilustrador que es “uno de los más fecundos maestros de la técnica pictórica de nuestro tiempo porque su especialidad es el paisaje urbanizado, humano de las villas y de las aldeas de Castilla, donde el tiempo ha puesto, en las viejas piedras, tan finos matices.” Ahí se desenvuelve como nadie y ahí hace lo que Goya con esos mozos curtidos en la labranza, o toreros en capeas pueblerinas, dentro de un paisaje donde late el españolísimo expresionismo que arrebuja los cielos, desgarra las tierras y pone acentos goyescos en la figuración que contrapuntea sus paisajes -en palabras de Antonio Cobos-.
Me gusta mi Cuenca porque todos la bendicen con sus palabras y todos la crean, tal cual Thubal lo hiciera- si en su caminar aquí hubiera habido íberos o arévacos, pues qué más da que pudiera llamarse Lobetum o símplemente Conca en tiempo de estío.
Aquí dicen los viajeros que “hay callejas que desoladas se adentran y profundizan entre miradas expectantes de ventanas pequeñas con verdoso vidrios emplomados que dan a interiores sombríos, a húmedos huecos de escalera donde gotea una fuente, a enrejados tragaluces de cegada alambrera. Alocada, la ciudad que dos ríos estrechamente ciñen trepa, se empina, pretende huir del brillante cerco una imposible fuga vertical: sus casas son como hiedra pegada a la roca. La imagen hace el milagro, la ciudad, alzada de puntillas al reflejarse en el río queda montada en el aire.”
No hay expresión más sencilla y más intensa que la expresada en esa cita textual que he relatado. Bella narración sin el mayor sentido de una belleza inigualable -diría yo, su Cronista oficial de ahora-.
Y es que igual que muchos otros, importantes todos, tal cual Pedro de Lorenzo, Camilo José Cela o Victoriano del Moral, vio en Cuenca la expresión mayor del sentimiento viajero.
El cielo se pone de acuerdo con el paisaje y todo tiene un tono gris rojizo, que va bien con el mimbre y la miel, con los níscalos, con la retama y con esas flores amarillas -diría yo en mi deambular literario-, por eso Cela viajo a la Alcarria, Travecedo viajó a la Mancha y Jaramillo vino a Cuenca, pero aún así, en mi retorno escucho en la lejanía esa estrofa que bien dice:
“Peludillos son
Peludillos sean
peludillos son
los que por el aire
vuelan...”