CAPÍTULO SEXTO
Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo
Don Quijote nos hace soñar
Estaban todos los libros ordenados en las librerías de la casa cuando el ama de llaves entró con el licenciado, el cura y una escudilla de agua bendita diciendo:
–Tome vuestra merced, señor cura; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las que les queremos dar echándolos del mundo.
El cura dijo:
–Irme dando los libros de uno en uno para ir seleccionando aquellos que puedan estar encantados o malditos.
El ama y la sobrina dijeron:
— no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores: mejor será arrojallos por las ventanas al patio y hacer un rimero dellos y pegarles a tdos fuego.
Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
—Parece cosa de misterio esta, porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen deste; y, así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin escusa alguna condenar al fuego.
O, señor —dijo el barbero—, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.
—Así es verdad —dijo el cura—, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto a él.
—Es —dijo el barbero— Las sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula.
—Pues en verdad —dijo el cura— que no le ha de valer al hijo la bondad del padre. Tomad, señora ama, abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
Pues vayan todos al corral —continuo diciendo el cura—, que a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor Darine, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemaré con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
Y fueron muchos a la quema pero llego el del Caballero de la Cruz…
— Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir «tras la cruz está el diablo». Vaya al fuego.
Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No se le dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela, por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana.
—Así será —respondió el barbero—, pero ¿qué haremos destos pequeños libros que quedan?
—Estos —dijo el cura— no deben de ser de caballerías, sino de poesía.
Discutieron todos aquellos personajes sobre que libros quemar y hasta incluso quisieron hacerlo con La Galatea de Don Miguel de Cervantes, gran amigo del cura y librose este libro junto La Auracana de Alonso de Ercilla, La Austriada de Juan Rufo Jurado de Córdoba y el Monserrato de Cristobal Virues, de ser quemados por el fuego del averno por ser las más ricas prendas de poesía que tiene España.
Cansóse el cura de ver más libros, y así, a carga cerrada77, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamaba Las lágrimas de Angélica78.
—Lloráralas yo —dijo el cura en oyendo el nombre— si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no solo de España, y fue felicísimo en la tradución de algunas fábulas de Ovidio
EN ESTE PUNTO SE TERMINA EL CAPÍTULO PORQUE EL AUTOR DESTE MODO LO DESEA