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Don Quijote, defiende la virtud

CAPÍTULO QUINTO

Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero

Don Quijote encontrábase muy decaído, se sentó al lado de su montura y comenzó a revolcarse por la tierra y con un debilitado aliento dijo lo mismo que dicen que decía el herido caballero del bosque:

¿Dónde estás, señora mía,

que no te duele mi mal?

O no lo sabes, señora,

 o eres falsa y desleal.

Y quiso la suerte que estando en ese afán, pasó por allí un labrador y vecino suyo y le preguntó:

-¿Qué mal siente usted que tanto se queja?

Don quijote con la mirada ida en el cielo seguía su proceso narrador:

—¡Oh noble marqués de Mantua,

mi tío y señor carnal.

El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y quitándole la visera, que ya estaba hecha pedazos de tanto palo recibido, le limpió el rostro que le tenía cubierto de polvo; y apenas le hubo limpiado cuando le conoció y le dijo:

—Señor Quijana, —que así se debía de llamar cuando él tenía juicio y no había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante—, ¿quién ha puesto a vuestra merced desta suerte?

Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba.

El labrador, con gran esfuerzo,  lo subió sobre su jumento y recogiendo las armas que estaban disipadas por todas partes, comenzó a tirar de las riendas.

Al cabo de un buen rato dijo don Quijote:

—Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa que he dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni verán en el mundo.

—Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; vuestra merced es el honrado hidalgo  señor Quijana.

—Yo sé quién soy —respondió don Quijote—, y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías.

Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo, y en la casa de don Quijote, la cual halló toda alborotada,  estaban en ella el cura y el barbero del lugar, grandes amigos de don Quijote.

Los gritos del ama de llaves se escucharon por todos los lares.

-¡Hay de la desgracia de mi señor? Tres días ha que no parecen él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza, ni las armas. ¡Desventurada de mí!, que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací para morir, que estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer tan de ordinario le han vuelto el juicio. Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la Mancha.

La sobrina decía lo mesmo, y aun decía más:

—Sepa, señor maese Nicolás (que este era el nombre del barbero), que muchas veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada, y andaba a cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado decía que había muerto a cuatro gigantes como cuatro torres.

-¡Los libros doy fe que irán al fuego!-grito el cura Pedro Pérez- por herejes y por confundir a mi amigo.

Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino y, así, comenzó a decir a voces:

—Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua que viene malferido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera.

—Ténganse todos, que vengo malferido, por la culpa de mi caballo. -dijo Don Quijote- Llévenme a mi lecho, y llámese, si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate de mis feridas.

Lleváronle luego a la cama, y, catándole las feridas, no le hallaron ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra.

—¡Ta, ta! —dijo el cura—. ¿Jayanes hay en la danza? Para mi santiguada que yo los queme mañana antes que llegue la noche.

Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba.

FIN DE ESTE CAPÍTULO PORQUE ASÍ LO CURSO SU SEÑOR

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