Hemos dejado la autovía y circulamos por la carretera comarcal que bordea el barranco del río Dulce. La tarde está avanzada y la oscuridad es casi completa. Estamos entrando en Sigüenza. Sigüenza, ciudad breve, cuyos pétreos poros rebosan historia atesorada a lo largo de siglos. Ciudad celtíbera que hoy como entonces domina el alto valle del río Henares, a la que tras la caída de la heroica Numancia llegaron las legiones romanas. Entonces fue Segontia encrucijada, estratégico cruce de caminos, lugar de paso de la calzada que unía la antigua Zaragoza y Emerita Augusta, actual Mérida, donde iban a retirarse los soldados veteranos del Imperio. De Segontia dio ya noticia Plinio el Viejo en las páginas de esa primera enciclopedia que fue su Naturalis Historia.
La España visigoda, musulmana y la de la reconquista cristiana tuvieron aquí también un importante enclave. Solo con observar el imponente castillo, diríase inexpugnable, que se levanta desde el siglo XII en la parte más elevada de la villa sobre lo que fueron los cimientos de una alcazaba árabe, podemos rememorar cómo hubo de ser Sigüenza en aquellos tiempos cuando aún los trovadores cantaban las hazañas de “mío Cid”.
Recorremos las calles estrechas y sinuosas que se extienden bajo los muros de la magnífica fortaleza, convertida en Parador Nacional, evocando como debió ser la vida en esta ciudad conocida como la ciudad de “los cien obispos de armas tomar”. Los árabes, que después de cinco siglos de dominación no eran ya sino españoles musulmanes, fueron los dueños indiscutibles de Sigüenza hasta 1124, cuando les fue arrebatada por el obispo aquitano Bernardo de Agen. Nunca la recuperarían. Más tarde, el rey Alfonso VII otorgó tierras y pobladores a los obispos que gobernaron y dieron lustre a esta localidad, en la cual podemos regresar en nuestros días, con algo de imaginación, a la Edad Media.
La ciudad fue capitalidad eclesiástica y señorío civil de concesión real, alcanzando su esplendor en tiempos del todopoderoso Cardenal Mendoza, que además de obispo de Sigüenza también llegó a ser Arzobispo de Toledo. Con el paso del tiempo la ciudad se fue convirtiendo en uno de los municipios más extensos del centro de España, para integrar veintiocho pedanías por las que se reparten vetustas iglesias y restos de antiguas fortificaciones, donde se libraron batallas y escaramuzas olvidadas en el desván de la historia.
Bien puede comenzarse un itinerario por Sigüenza en el espléndido patio de armas del castillo, monumental palacio-fortaleza, donde ahora es posible disfrutar de la terraza del Parador Nacional ubicado en la que fuera residencia de tan combativos obispos. El castillo episcopal fue lugar en ocasiones de infaustos menesteres, como cuando fue prisión de Doña Blanca de Borbón, esposa repudiada de Pedro I “el Cruel”, que estuvo recluida en una de sus torres hasta que fue enviada al Puerto de Santa María y luego a Medina Sidonia, donde murió asesinada de un disparo de ballesta con veintidós años, según cuentan las crónicas, por orden de su marido el rey. En el comedor del Parador que lleva el nombre de esta dama del medievo veremos una pequeña celda, muy estrecha, con tan solo una silla y una mesa, donde al parecer pasaba sus aciagos días de encierro.
Vamos caminando por las empinadas calles empedradas hasta llegar a la casa del célebre Doncel. Fue este edificio gótico de tres pisos, que contiene elementos mudéjares en su interior, morada de la familia Vázquez de Arce y Sosa, cuyos escudos aún se conservan en la fachada. Su interior es en la actualidad un laberinto, fruto de los usos y divisiones del espacio que en el transcurso del tiempo se fueron dando a esta construcción. Perteneciente a la Universidad de Alcalá de Henares es ahora museo, sala de lectura y recinto para cursos de verano.
El Doncel de Sigüenza. El joven aristócrata y militar que da nombre al emblemático palacio neogótico, Martín Vázquez de Arce, es símbolo de la ciudad. Personaje de gran popularidad en su época, murió guerreando en la campaña de Granada. Hasta allí acudió para participar en la conquista del último bastión de la España musulmana, siendo herido mortalmente en la acequia del río Genil. Cuenta la leyenda que cuando estaba agonizando hizo prometer a su padre, también soldado en la contienda, que no colocaría en su tumba un arma, como era costumbre en los caballeros, sino un libro que sirviera de ejemplo a su hermano para que éste no escogiera la carrera de las armas sino el camino de las letras.
El sepulcro del Doncel es una de las más bellas esculturas funerarias del mundo y joya del Renacimiento hispano. Reposando semiyacente mientras lee el libro que solicitó colocar en su sarcófago, su figura serena, ornamentada con la cruz de la Orden de Santiago, preside la capilla de Santa Catalina ubicada en la Catedral.
Descendiendo por la calle Mayor hemos visto casas añejas, muchas vacías y algunas en venta y en el Camino de la Ronda uno de los tramos de la muralla medieval que todavía se conserva. Es noviembre. El cielo está limpio de nubes y un sol de “veratoño”, como alguien ha llamado a este tiempo, caldea el ambiente. Lugareños y visitantes se sientan, sin desprenderse de la ropa de abrigo, en las terrazas de los bares ubicados en la fachada norte de la Plaza Mayor. La temperatura es amable y ello invita a disfrutar de un aperitivo en el exterior, así como a la conversación intranscendente y distendida.
La Plaza Mayor de Sigüenza tan solo tiene dos fachadas, en una de las cuales se sitúa el Ayuntamiento. Se construyó en el siglo XV con la finalidad de tener un lugar amplio en el que celebrar mercados, fiestas taurinas y administrar justicia, como nos recuerdan la Puerta del Toril y la de las Cadenas. Desde la plaza contemplamos en todo su esplendor el otro monumento que junto al castillo confieren singular personalidad a esta ciudad: la catedral.
Admirando este formidable templo, cuyas torres hablan al viajero del esplendor de esta ciudad castellana, viene a la memoria ese incansable andariego que fue el ilustrado Antonio Ponz, quien en su Viaje de España hizo inventario del patrimonio histórico-artístico de nuestro país en el siglo XVIII. Ponz llegó a Sigüenza desde Madrid utilizando el camino que se usaba desde la Edad Media. Alcalá, Marchamalo, Alovera, Fontanar y Eras. Visitando el monasterio de Sopetrán, pasando por Hita, continuando por Padilla, Casas de San Galindo, Baides, Bujalaro y Moratilla. No empleó el camino real que ya estaba abierto por Trijueque y Alcolea del Pinar. Una vez en su destino escribe: “Sigüenza, ciudad noble y antiquísima; Dios sabe quien la fundó”.
El ilustrado, antes que ahondar en el pasado medieval de la ciudad, dedica gran parte de sus apuntes sobre Sigüenza a la Catedral, por la cual han pasado numerosos estilos arquitectónicos y artísticos, que hasta la fecha en que anduvo Ponz por la ciudad iban desde el protogótico castellano, con el que se inicia en el siglo XII, hasta el neoclásico de la puerta del mercado. Anterior a las de Burgos, Toledo y León, posterior a Santiago y Jaca, “Tiene esta ciudad –anota Antonio Ponz- una magnífica Catedral con tres naves en estilo gótico. Su longitud es de 313 pies y su anchura de 112. La nave del medio tiene de alto 98 pies y las colaterales poco más de 63 cada una, con paredes y bóvedas fortísimas sustentadas con 24 pilares. Tiene dos torres de 50 varas de alto, con tres puertas; hay una torre que sirve para el reloj y tres entradas más; dos corresponden al claustro y una al mercado.”
Como sucede habitualmente en este tipo de edificaciones, la catedral seguntina, de estilo gótico cisterciense, se inició en el Románico y tardó varios siglos en completar su construcción. Su Sacristía de las Cabezas es única en España. En ella se puede contemplar 304 rosetones con las cabezas de Papas, Cardenales, canónigos y numerosos personajes eclesiásticos relacionados con la historia de Sigüenza.
Muchos son los rincones donde hallaremos iglesias que conocer, la de Santiago, San Vicente o Santa María, conventos de la Sigüenza renacentista, los de las Ursulinas y las Clarisas, y edificios que reclamarán nuestra mirada, como el museo Diocesano, el Palacio Episcopal o el Pósito, recinto donde se guardaba el trigo, que ha sido reconvertido en nuestros días para transformarse en sede del Teatro-Auditorio Municipal.
Pero Sigüenza no solo es historia, historia monumental, pasado hecho piedra, también es el patrimonio de su entorno, el paisaje que circunda esta ciudad antiquísima, ese paisaje en el que descubrimos Sigüenza y Sigüenza misma se descubre.
Caminando hacia el noroeste, dejando a nuestra espalda el castillo, nos adentramos en el Pinar, donde seguiremos nuestro camino que se cruza con otras sendas nacidas a la sombra de los numerosos pinos resineros que dan nombre a este lugar, para enfilar hacia Barbatona donde nos acercaremos al santuario de Nuestra Señora de la Salud, lugar que en otros tiempos tuvo fama entre los peregrinos que marchaban a Santiago. De vuelta solo queda disfrutar del paseo por la pista forestal que nos devuelve a Sigüenza, atisbando los dominios del río Dulce y, llegando a nuestro destino, admirando las bellas vistas de la ciudad medieval que nos ofrece el camino.
Nos hemos asomado, en efecto, al cañón por donde transcurren las aguas del río Dulce, ubicado en las inmediaciones de la ciudad, lugar elegido por el añorado naturalista Félix Rodríguez de la Fuente para rodar excelentes imágenes de la serie documental Fauna Ibérica. En este paraje encontramos el mirador de “Pelegrina”, donde una placa conmemorativa recuerda a aquel burgalés que divulgó como ningún otro la naturaleza y falleció en Alaska de forma inesperada, como consecuencia de un trágico accidente de avión.
Es otoño y dejamos Sigüenza. Salimos por la calle que lleva hacia la estación de ferrocarril, vamos abandonando el núcleo urbano por la carretera de Soria en dirección a Atienza, haciendo antes una parada de rigor en el colmenar de Valderromero para adquirir miel de la Alcarria. No habremos de recorrer muchos kilómetros para llegar a las hoces del río Salado, que atesora un peculiar secreto: las salinas del pequeño pueblo de Imón, otra de las pedanías de Sigüenza. Lugar extraordinario que merece la atención del viajero.
En el siglo I los romanos extraían sal de esta zona. Más tarde, en el siglo X es cuando se construyen y se inicia la explotación continuada de las salinas de Imón. Durante el reinado de Carlos III fueron ampliadas y mejoradas sus infraestructuras, construyendo nuevos almacenes, artesas, canales, piscinas, recocederos, norias y regueras, siendo aprovechadas hasta hace pocos años para la obtención de sal. Aún hoy entendidos y curiosos se acercan hasta sus instalaciones para recoger, con fines terapéuticos o bien como recuerdo, algunos trozos de esta apreciada sal de tierra adentro que dan las aguas del río Salado. Sigüenza queda a lo lejos, tan solo es ya un recuerdo que nos acompaña indeleble en la memoria.