Definición del amor

Es hielo abrasador, es fuego helado,

es herida que duele y no se siente,

es un soñado bien, un mal presente,

es un breve descanso muy cansado.

Es un descuido que nos da cuidado,

un cobarde con nombre de valiente,

un andar solitario entre la gente,

un amar solamente ser amado.

Es una libertad encarcelada,

que dura hasta el postrero paroxismo;

enfermedad que crece si es curada.

Éste es el niño Amor, éste es su abismo.

¿Mirad cuál amistad tendrá con nada

el que en todo es contrario de sí mismo!

Francisco de Quevedo alcanzó la posteridad literaria, pero eso no quiere decir que a lo largo de su vida no buscara también otro tipo de gloria más mundana y terrenal. Cojo y miope, difícilmente podía hacerlo en el campo de batalla, uno de los caminos habituales en la España del siglo XVII para ascender socialmente. Así que no le quedó otro camino que utilizar su portentosa inteligencia para trabajar como un verdadero agente secreto a las órdenes de Pedro Téllez-Girón y Velasco Guzmán y Tovar, más conocido en la historia por su título de duque de Osuna, quien había sido su compañero de estudios

El duque no ocultaba una gran ambición, y para conseguir sus propósitos no dudó en utilizar los servicios de Quevedo para enviarlo a Madrid y que le consiguiera el favor de la Corte para ser nombrado virrey de Nápoles en 1616. Previamente había ocupado el mismo cargo en Sicilia, donde se había destacado al armar una flota que se dedicó a practicar la piratería contra los turcos. Por entonces, Italia era un complicado tablero de juego en el que chocaban los intereses de todas las potencias de la época. Y en ese tablero destacaba una pieza minúscula en territorio pero que aún conservaba un gran poder marítimo que la hacía muy atractiva como aliada: Venecia.

 

Amigos de la infancia Osuna y su fiel secretario Quevedo, eran una pareja de armas tomar. Ambos se admiraban mutuamente y desde la gobernanza del virreinato de Nápoles, se habían hecho inseparables. El Duque le había encomendado la difícil misión de alterar a los refinados venecianos para provocarlos y tener una coartada para intervenir y quedarse con el lucrativo negocio que estos ostentaban en el Mare Nostrum.

SONETO A DON PEDRO EN SU MUERTE
 
Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas;
diéronle muerte y cárcel las Españas,
de quien él hizo esclava la Fortuna.
 
Lloraron sus invidias una a una
con las propias naciones las extrañas;
su tumba son de Flandres las campañas,
y su epitafio la sangrienta luna.
 
En sus exequias encendió al Vesubio
Parténope, y Trinacria al Mongibelo;
el llanto militar creció en diluvio.
 
Diole el mejor lugar Marte en su cielo;
la Mosa, el Rhin, el Tajo y el Danubio
murmuran con dolor su desconsuelo

España dominaba buena parte del país transalpino: Nápoles y Sicilia, en el sur; y Milán, en el norte. Pero la hegemonía española estaba siendo amenazada por una persistente guerra en Saboya financiada por la República de Venecia, acérrima enemiga de la gloria hispana. El virrey de Sicilia convirtió a Quevedo en su asesor y hombre de confianza. Consciente de su gran capacidad, le encargó las misiones más difíciles y arriesgadas, casi todas ellas de carácter confidencial.

Felipe III había firmado la paz con la Serenísima tras haberla tenido de enemiga durante largo tiempo. Al duque esa paz no le convenía, y pasó a dirigir su piratería contra los venecianos, a pesar de que Madrid no tenía ningún interés en que la paz se rompiera. Por su parte, Venecia utilizó igualmente a corsarios extranjeros, sobre todo franceses, para hostigar a los españoles. La paz, como puede verse, podía ser también en aquellos tiempos un concepto más teórico que real.

Un rifirrafe en la siempre explosiva zona transalpina entre dos linajes que pugnaban en una guerra de sucesión de carácter menor enfrentaría a la España de Felipe III con la Republica de Venecia. Los Gonzaga eran una de las partes y estaban prohijados por el mayor imperio conocido hasta entonces. No hay que olvidar que España era todavía propietaria de media Italia y de medio mundo.

El Mare Nostrum se convirtió así en un campo más de batalla, donde el duque de Osuna era partidario de pasar a la ofensiva para fulminar a la acechante flota veneciana. Con tal fin organizó una poderosa Armada de galeras y bajeles que costeó de su propio bolsillo. Constituyó su propia escuadra dedicada la piratería bajo su pabellón ducal.

Pero el Gobierno español, reacio a crearse nuevos conflictos, desaprobó aquella decisión beligerante. El duque envió entonces a Madrid a Quevedo con los bolsillos repletos de dorados doblones y logró que el rey cambiara de parecer y mirase hacia otro lado ante sus planes de hostigamiento a la Serenísima República de Venecia. Eso sí, siempre que el monarca quedase oficialmente al margen. Por si fuera poco, Osuna consiguió que el soberano le nombrase virrey de Nápoles, el reino más importante de la península itálica.

Por aquel entonces, el Duque de Osuna tenía una flota privada de naos y cocas artilladas trabajando a tiempo parcial ora en fletes ora en acciones de piratería sin disimulo alguno. En vista de que el negocio estaba un poco de capa caída, le susurró a Felipe III una acción expeditiva con patente de corso contra la soberbia Venecia que siempre estaba conspirando de oficio.

Pedro Téllez, a quien sus enemigos motejaban con razón «Miedo del mundo», se dispuso a asestar el golpe de gracia a los venecianos. Y para ello envió primero a su agente-escritor a la ciudad de los canales con instrucciones de promover una insurrección que derribase al Gobierno de la República.

Quevedo coordinó así la operación junto con el embajador de España. En la conjura intervendrían mercenarios armados hasta los dientes, infiltrados en secreto por toda la ciudad. A éstos se les unirían, desde el mar, las galeras del duque, de las cuales debía desembarcar más de un millar de soldados de los Tercios. Pero advertidos del plan, los servicios secretos venecianos lo desbarataron finalmente, provocando un terrible baño de sangre. Muchos de los conspiradores murieron ahorcados. Grupos armados buscaron a los sospechosos casa por casa. Sobre todo, a Quevedo, por considerarle el principal instigador del complot

Este estado de cosas estalló por los aires en la mañana del 19 de mayo de 1618: los canales venecianos aparecieron llenos de cadáveres, mientras otros fueron colgados públicamente, algunos de los pies. Sorprendentemente, muchos de ellos eran los mismos corsarios franceses al servicio de la Serenísima. Durante todo el día se desató una violentísima caza de extranjeros, en la que se llegó a masacrar a trescientas personas. Una turba rodeó el palacio del embajador español, el marqués de Bedmar, quien en un arranque de coraje salió de la embajada, pasó entre los que le rodeaban y se presentó ante las autoridades venecianas para exigir una explicación. Mientras tanto, la residencia del ausente embajador francés fue asaltada e investigada.

Felipe III, al escuchar indolentemente las quejas del embajador de Venecia sobre las acciones del aristócrata español y su flota corsaria en la zona de influencia de la Serenísima, se llevaba las manos a la cabeza con un mal indisimulado gozo. En voz alta reprendía al Duque y, en cuanto desaparecía el ofendido diplomático, se “apretaban” unas ambrosias de vino dulce mientras se desternillaban.

Por supuesto, el Duque de Osuna no dejaba nada al azar. Como militar, era un primer espada; como comerciante, no tenía par. De su propio bolsillo había financiado una red de espías eficaz y variopinta a la vez que afamada y temida por sus expeditivos métodos. Además, tenía un secretario personal extraordinariamente competente cuyo nombre era reverenciado por los temores que infligía con su afilada pluma, que más bien parecía una destilería de verbo acerado. Este perillán ilustrado no era otro que Francisco de Quevedo, alto representante de las letras patrias y espadachín de oratoria contumaz, además de espía camaleónico.

 

El dogo, que era de armas tomar y de frente corta, se llevó por delante a cerca de cuatrocientos mercenarios hugonotes que para mayor abundancia trabajaban o habían servido a las órdenes del Duque de Osuna procurando información puntual para subvertir la placida existencia de los agraviados locales. Lastrados o inflados por la descomposición, flotaban sin rumbo por los canales tras una noche de cuchillos largos. Francisco de Quevedo estaba metido en el ajo y, asistido de su proverbial suerte, escapó a la matanza disfrazado de andrajoso mendigo maquillado ad hoc con algunas pústulas de lepra que finalmente se convirtieron en su salvoconducto para huir de la ciudad de los canales    ayudándose de su don de lenguas: su dominio del dialecto local le permitió ponerse a salvo, algo que le salvó la vida cuando, un mes después, su retrato y el de su superior, el duque de Osuna, fueron quemados en una plaza pública en ausencia de ambos.

 

El desplazamiento del eje económico desde el Mediterráneo hacia el Atlántico condenaría a la otrora poderosa República de Venecia a languidecer en una irremisible decadencia. El Gran Dogo Bembo pasó a mejor vida tras dejarse el resuello en la cama de una damisela, después de una noche exultante y de alegría inusitada tras la ingesta de incalificables brebajes y el agotamiento propio de quien ya no mantiene el pabellón alto.

 El hecho sacudió Europa. En Italia recibió el nombre de la Conjura de Bedmar, y se convirtió en una de las historias esenciales de la Leyenda Negra española. Aunque no haya nada concluyente, muchos indicios señalan que, en realidad, se trató de un audaz golpe veneciano para quitarse de encima la amenaza del duque. Sea como fuere, lo cierto es que éste quedó tocado: la situación creada y el temor de hacia dónde podría llevarle su extrema ambición terminaron por acabar con su carrera, y su protegido Quevedo quedaría en una situación delicada que también le llevaría a caer en desgracia.

En cuanto a Venecia, paradójicamente, no le duraron mucho los beneficios de lo sucedido, y comenzó una acelerada decadencia que le hizo desaparecer como potencia local. España aún se quedaría tiempo en Italia, pero nunca se recuperó del daño de imagen que los hechos del 19 de mayo de 1618, injustamente o no, le adjudicaron.

Quevedo en 1639 fue arrestado por orden del rey Felipe IV bajo la acusación de alta traición por ser espía de los franceses. Esta acusación nunca se probó, pero Quevedo fue encarcelado por ella durante cinco años

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