ESTOCOLMO, SÍNDROME, por Adán Echevarría
Yo la golpeaba tanto, la sobajaba y estropeaba tanto, que por eso mantuvimos una relación durante poco más de diez años, a pesar de que yo era casado. Los primeros cinco años apenas le dedicaba algunas horas entre semana (los ‘findes’ eran para mis hijos), siempre fue así mientras vivimos en la misma ciudad. Lo más que alcanzaba a brindarle eran algunos días para irnos a la playa, siempre que ella hubiera cobrado su quincena.
Con la tristeza que causa el desprecio terminó por huir de mí (como tantas veces lo intentara), para vivir cinco años “alejada” en el Distrito Federal. Sin embargo, apenas llegó a la gran ciudad, habló para darme su dirección y pudiera yo buscarla cuando lo deseara.
Durante esos años venía a mí de vacaciones, o me compraba los boletos de avión para ir a verla. Cuando la tenía conmigo, lo primero era arrancarla a sus amigos, teniéndola siempre al alcance de mi brazo y de la vista. Momentos que aprovechaba para morderle las caderas y grabarle bien las uñas en la espalda. Cuántas cicatrices le he hecho.
Al divorciarme decidí perderla para siempre en mi violencia; apenas le conté que estaba solo, que era libre, suplicó que la dejara volver conmigo: ‘Lo merezco’, dijo, ‘merezco que me dejes vivir a tu lado’. Acepté y renunció a su plaza en un puesto federal para venirse de inmediato. Nos gastamos rápido el dinero de su liquidación.
