El anciano conocía demasiado bien la capacidad mágica de la selva como para desatender aquella señal imperiosa que le hacía la sombra de su esposa difunta. Por eso, sin pensarlo mucho, apagó el fuego echando, con los pies, tierra encima de las brasas, apuró el café, cargó de nuevo el petate y comenzó a caminar en la dirección que había creído adivinar en el gesto de la inexistente sombra de su mujer muerta. La jornada se le hacía dura, pero trató de apurar sus fuerzas antes de acampar para el merecido reposo nocturno.
Tumbado en la hamaca ligera, bien protegido por la tupida mosquitera, el anciano trató de dormir envuelto en la negrura cómplice de la noche recién nacida; pero sus esfuerzos se revelaron imposibles porque su arrugada piel, con los años, había terminado por adquirir el mismo olor de su compañera y, en el agitado duermevela, estiraba a veces inconscientemente un brazo esperando encontrar a su mujer en la punta de los dedos arrugados, sarmentosos. Cuando después de tantear a ciegas no la hallaba, se despertaba sobresaltado, comprobando que la humedad de sus mejillas no era a causa del rocío sino de unas lágrimas, salobres y amargas, que corrían por su rostro buscando descolgarse hacia el suelo salvaje de la selva; a su alrededor, en la jungla, la vida y la muerte jugaban su eterna partida. Cazadores y presas, asesinos y víctimas apostaban su vida en el juego de la supervivencia del más fuerte, ajenos al terrible dolor que anidaba en el alma del anciano; el amanecer le sorprendió tomando café sin que hubiera podido dormir. Tras acomodar su magro equipaje, se puso en marcha.
A media mañana el hombre tuvo que vadear un arroyo y, ya en la otra orilla, pensó que lo mejor sería volver a su choza y morir, en soledad, pero en paz, olvidando aquel loco impulso de escapar hacia ninguna parte; sin embargo, una nueva aparición de su compañera bajo la protección de una ceiba, le insufló fuerzas para seguir caminando a pesar de que, frente a él, la sombra gigantesca de un tepuy auguraba un camino ascendente lleno de dificultades y fatiga.
Las jornadas se iban sucediendo monótonas e insensibles. Un día se le acabó el café, al siguiente el azúcar y, más tarde, el anciano, se quedó sin provisiones; tenía la penosa impresión de que todo había terminado para él. Estaba perdiendo la noción del tiempo cuando encontró una pequeña oquedad bajo una piedra y, ahíto de fatiga, con el hambre royéndole las entrañas, se acostó justo cuando oscurecía; antes de dormirse pensó con la fría indiferencia de quien no tiene futuro, y es consciente de ello, que aquel era un lugar para morir tan bueno como otro cualquiera de la selva. A medianoche, abrió los ojos. Desde el fondo del hueco en el que estaba, le llegaba una extraña luminosidad, débil pero perceptible, cuyo origen se prometió descubrir al día siguiente.
Cuando empezó a rayar el alba el anciano se puso a buscar en el fondo de la cueva y dio con una especie de pequeño túnel que parecía trepar por el vientre de la montaña. Decidió cargar con sus enseres apenas despuntaba el sol y, después de algunas horas de arduo esfuerzo, tras doblar un recodo del túnel, la luz del sol le deslumbró. Una vez que sus ojos se acostumbraron a la cegadora luminosidad y pudo ver bien el paisaje, cayó sentado: Ante él se desplegaba una pradera verde tapizada de césped, rodeada de tupidos árboles y dividida por un arroyo de aguas cristalinas; en el centro de la pradera crecía un árbol
frondoso cargado de frutos multicolores parecidos a los higos y la temperatura era suave, como si el húmedo calorón que reinaba en la selva se hubiese quedado a la entrada del túnel. Su primer impulso fue beber agua del riachuelo. La frescura del líquido pareció vivificarle por un momento; pero a los pocos minutos el hambre le anudaba el estómago con una violencia que no había imaginado que pudiese existir. De pronto un cachicamo, criatura no demasiado frecuente por aquellos parajes, se puso a beber indolentemente al lado del anciano. Con un movimiento rápido, el hombre, hizo presa en el animal y, con un veloz tajo de su cuchillo, lo degolló; pero cuando metió el cachicamo dentro del agua del arroyo con intenciones de lavarlo y prepararlo para asar su carne, la herida del animal se cerró instantáneamente y el animal aprovechó el pasmo del hombre para huir sorprendiendo aún más al anciano.
Aunque estaba completamente seguro de lo que había visto, en su interior, se negaba a creerlo. Pensó que, si era verdad lo que sus ojos habían percibido, él mismo podría herirse y la lesión se cerraría de inmediato cesando la hemorragia al contacto con el agua.