Érase una vez una estrella, y un pájaro y un sexo y un caracol, y una luna y una barca y un mar… Una estrella en forma de luna, y de sol; y un sexo en forma de araña, y de boca, y de ojo.., y un pájaro que vuela y un pez que nada, porque la mujer pájaro es también una pez y el pez una mujer pájaro. No hay ave que no nade, no hay pez que no vuele, no hay universo sin rastro de caracol, y también, de estrella fugaz…
La luna como mujer y la mujer como estrella, como astro que en medio de la noche flota, navega.., avanza libre contra el viento, que la acaricia a la vez que ella escucha la brisa cósmica del universo, el oleaje de un mar que también es cielo, pues el mar también es cielo… Todo se parece a algo: una luna a una estrella, un pájaro a un pez, un pez a una mujer, y una mujer a una araña; a una araña que, cual insecto amenazante, ávido de placer y juego, se transforma en una mantis que captura y devora a la vez que el ave le canta a la luna, al viento que la acaricia, coqueteando sobre una barquita construida por un niño, bajo un mágico monigote que en forma de garabato compone la caligrafía de un sueño.
El ave le canta a la luna y el pez a la mar, que es testigo de cómo la araña se convierte en sexo y el sexo en araña, el lagarto en diablo y el diablo en insecto; de la vida de un ser microscópico, casi imperceptible, que pulula y bulle como un caracol, una hormiga, una hoja y, de nuevo, una araña…, pues la araña puede ser un insecto, pero también una estrella, y un sol, y un cometa, y un extraño ser percibido a través de un microscopio a través del cual observar un cántico al amor, la cópula del pez o del pájaro, que a la vez es la bañista que navega por el mar, la mujer vencida por el deseo, y también, el pintor; el pintor que a la luz de la luna dibuja en la arena el batir de las olas (de un ave), los rayos que ha dejado el sol y que a la vez son raíces doradas, las curvas del placer que produce una cópula… Pero una cópula silente, placentera como lo es la comunión plena con la naturaleza, que es la mujer, y la luna, y la araña, y el mar…, el mar sobre el cual un ser finito sugiere un movimiento sin fin que es el del deseo, el del placer que provoca flotar al compás de los astros, de la brisa hasta lograr conectar con los orígenes, burlar a la muerte haciendo del paso por la vida un juego ingenuo e irónico, un acto lúdico como lo es el de la mirada de un niño, capaz de hacer evidente lo que hay entre nosotros con un simple trazo de grafito sobre el papel, e incluso, un simple dibujo en la arena húmeda e intervenida por un ingenuo falo; por un inocente pene que a la vez es el pincel con el que Miró pintó el gran coito a la luz de la luna.