En mi primer viaje hacia Cuenca, miraba las extensas áreas de cultivos. En ellas, el rojo oxido, ocres, sienas y sombras, se yuxtaponen para brindar un paisaje armónico y singular, donde no hay cabida para las malezas, ni sitio en que los agricultores no hayan labrado. Pasé mucho tiempo, mirando a través de la ventanilla, aquellos campos, como si fuera un óleo que se extendía a lo largo de la carretera, y expresaba una cultura basada en las bondades del suelo.

Los pueblos, para no resultar anacrónicos aparecen  sembrados en esa gama de tierras y los típicos caseríos, en nuestras pupilas se reflejan blancos. En todos ellos, el edificio más alto, siempre es el de la iglesia.

Luego, la carretera se fue adentrando en un paisaje diferente formado por un páramo y cortado por ríos, valles fértiles, olivares y pequeñas huertas. En él, por primera vez, mis manos estrujaron el romero y el espliego para inundarse de olores. Pude mirar el tomillo, la humilde escoba amarga, el esparto que no da flor y los pelos de bruja.  Para en el blanco de los yesales, envolverme en un paisaje lunar: la Alcarria.

Había llegado a mi destino: Gascueña.  Pueblo fundado en el siglo XIII por un grupo de soldados procedentes de la Gascuña francesa. Hoy es alcarreña y de Castilla, agreste y suave; sus cerros cargados de leyendas y de historias cobran vida, para contar la magia del tiempo.

Los extensos olivares, dan color a la tierra; germinan las higueras con sus frutos, a veces verdes, a veces morados, pero todos de delicada pulpa. Las parras con racimos de uvas cristalinas,  invitan a desgranarlos para probar su ácido dulzor. Y… si distraídos miramos hacia el horizonte, nos puede sorprender un mar de olas amarillas, cuando el aire mece los girasoles.

El cereal, aceite y vino, son elementos que se cosechan y consumen de forma cotidiana; y la miel, con su depurado sabor es otro rubro que se explota.

Las calles entrecruzadas y callejuelas sorprendentes, conforman el pequeño poblado de casas seculares con anchas paredes de piedra y cuevas misteriosas.

Me detuve en la Plaza para oír las campanadas del Reloj de la Torre, rompiendo el silencio del día y aún miraba cómo el agua se había congelado, cayendo en la fuente, cuando escuché el sonido de una corneta. Con la vista busqué de dónde provenía. ¡Y sorpresa! Un señor, parado en una esquina, después de tocar la corneta anunciaba la llegada de una peluquera que se pasaría el día trabajando en casa de la Julia. También, que al día siguiente, habría mercadillo en la Plaza. Fe un deleite, sentirme trasladada al medioevo, a comienzos del siglo XXI, porque en el año 2004, hasta pregonero había en Gascueña. Me acostumbré a oír el sonido de la corneta y las noticias; el pregonero se llamaba Julián y se le echó de menos, cuando faltó.

Con la llegada del verano, muchas personas regresan a sus casas, cada año. En la década de los sesenta y setenta, habían emigrado hacia ciudades grandes, como Valencia, Madrid o Barcelona, para buscar una forma de vida mejor, pero mantuvieron el apego al pueblo y a las casas que dejaron al partir.

En los meses de calor, las calles se llenan de colores, personas y se celebran las fiestas típicas: todo es algarabía, júbilo y concordia. Los fogones siempre están prendidos y las terrazas se abarrotan. Se brinda por el pueblo, la amistad y la vida.

Por eso, en el verano la población puede llegar a quinientos habitantes, pero el resto del año, no son más de cien.

San Ginés de Arlés es su Patrono y el 25 de agosto, cuando se celebra la fiesta principal lo sacan de la iglesia, en procesión.

La titular de la espléndida iglesia parroquial es Nuestra Señora de la Natividad. La portada de la iglesia es barroca y tiene la imagen de la virgen en piedra. En su interior, hay tres naves. En ella se reúnen los feligreses todos los días de la semana para oír misa, y los domingos, muchos vecinos acuden para en atenta actitud corresponder a la liturgia que han aprendido a la par de los primeros pasos.

En Gascueña hay cinco ermitas: la de la “Virgen de la O” y la de “San Isidro” se encuentran en el interior del pueblo.

Sobre un cerro cercano, hermosa y pequeña, está la de “San Miguel”.

Y en el cerro San Ginés, las ruinas de la ermita del mismo nombre. Lo interesante de ésta, es que muchos fieles suben para rezar sobre sus ruinas.

La Ermita de la Virgen del Rosal, austera y solitaria, nos recibe con un cantico:

                              Pues calmaste nuestro anhelo

                              morando en nuestro arrabal,

                              se nuestro amor y consuelo

                              pulcra virgen del Rosal

 

                             Con tu faz, fina y risueña,

                             rebozando mil amores

                             prodigas muchos favores

                             a la Villa de Gascueña.

                             Sus hijos con tal enseña

                             desafían todo mal.

 

 

El aire en Gascueña es puro, provoca cosquilleo en la nariz y los sentimientos perdidos afloran en el silencio absoluto, que sólo interrumpe algún cencerro lejano, para evocar recuerdos ancestrales.

En sus crepúsculos, el cielo azul cargado de nubes blancas se hunde en un charco naranja y violeta, donde se aleja callado y sereno el padre Sol, después de haber fecundado a la madre Tierra con su calor, para que la vida no se detenga y su visión nos trasporte a lo eterno.

Hombres y mujeres, con olor a yerba y a sol, disfrutan la huella de los años, aferrados a la tierra y tradiciones. Y en aquellas noches heladas, sentados alrededor de la lumbre, con un plato de migas entre las manos, me pedían historias del mar, y el cálido monte de Cuba, pero yo prefería oír sus voces de rrs bien pronunciada, y diferenciadas: c; s; z. Nunca, una mirada que trasmita un mensaje, todo directo, dicho en tono grave, que deleita el oído del visitante.

A veces, yo narraba historias y otras, fueron ellos los que me enriquecieron en conocimientos y me sentí maravillada cuando me contaron cómo surgieron los tres Oteros: las tres elevaciones que como un escudo, se alzan frente al pueblo.

Un señor octogenario, tomó un sorbo de vino, empuñó su bastón con manos sarmentosas y nos dijo:

-Sabrá usted, que hace muchos años atrás, existieron tres gigantes muy malvados y feroces que desolaban la alcarria conquense. Estos gigantes, atemorizaron a los habitantes de la comarca que llenos de pavor, huyeron hacia otros lugares.

Entonces, mandado por Aristeo vino Hércules a la tierra alcarreña para librarnos de los gigantes. Éste era uno, de los “Doce trabajos” que debía cumplir.

Hércules, con mucha lucha y esfuerzo pudo vencer a los tres gigantes. Después que los enterró por separado, se marchó.

Pasado un tiempo, comenzaron a salir tres montañitas, donde estaban los gigantes enterrados. Las montañitas, se fueron haciendo grandes, hasta convertirse en los tres cerros (OTEROS) que existen en nuestro pueblo, y que tanto estimamos.

Pasados los siglos, vinieron otros pobladores a ocupar la comarca y fue cuando llegaron los gascones.

Esta explicación ingenua, pero cargada de magia y conectada a la mitología griega, me encantó.

Otra noche, me enseñaron estos versos:

El alcarreño sencillo

en su modo de vivir

no sabe jamás salir

de entre romero y tomillo.

 En  cualquier lugarcillo,

se cría gente muy fiel

y echan los pobres, la hiel.

 

También supe, que desde pequeños iban a vendimiar.

Ponían las uvas, en cuévanos y después las echaban por la piquera y llegaban al jarey, rectángulo en que caían las uvas que se prensaban, y a la vez el mosto. Era maravilloso coger un vaso de ese dulcísimo néctar, pero lo malo es que podía producir diarreas. En fin…

 

La historia del azafrán; la delas mujeres cuando lavaban en lavaderos comunes; la de cuando los niños debían llevar a clase un ceporro, para alimentar la lumbre de la estufa y no pasar frío y muchas otras, despertaron mi curiosidad y me fui encariñando con el paisaje agreste, la cultura, la pronta misericordia y la palabra precisa de su gente.

 

Por todos estos motivos y por todos los otros, que no cuento, los invito a subir a mi cabalgadura para peregrinar por algún lugar de la Alcarria, hoy aquí, eternamente Gascueña.

Un comentario

  1. Buenas tardes, en honor a mí reciente fallecida madre, he de decir que la leyenda de los tres oteros la pensó y escribió ella cuando estaba recopilando otras leyendas del pueblo, las cuales tiene guardadas en su cuaderno. Ella se llevó una desagradable sorpresa cuando un historiador de Cuenca llamado Miguel Romero, dió una conferencia en el pueblo y leyó como propia la leyenda que ella misma había escrito. Por eso le envío esta nota aclaratoria, para que el entusiasmo y amor que ponía mi madre en recuperar las tradiciones de nuestro pueblo no quede en el olvido y aprovechado por otros.
    Un saludo

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