“El Siglo XVII es el siglo del esplendor y de la decadencia, del orto y del ocaso, como lo definió el profesor Domínguez Ortiz. El oro y la plata de las Indias dejan paso al miedo, a la muerte. Así surgen las mejores obras del Barroco, un movimiento artístico inseparable de la Contrarreforma y que dejará en Sevilla un patrimonio difícil de igualar en Europa. Por un lado el lujo y la ostentación, por otro, la crisis económica demográfica y social que postrará a la ciudad en un estado de abatimiento y de hondo pesimismo del que tardaría siglos en recuperarse. La Iglesia, que era la que solía ocuparse de los pobres, no practicaba una política eficaz. Era la heredera de la costumbre imperial del pan y el circo, favorecía la ociosidad con la beneficencia y el espectáculo con los autos de fe y los achicharramientos inquisitivos”.
El Siglo de Oro constituyó un período donde España era una colmena de actividad artística y literaria, en un contexto de decadencia política y económica. Las cosas que ocurrían dentro y fuera de nuestra geografía alimentaban la imaginación de muchos artistas y les predisponía hacia el buen camino de la creatividad universal de las artes y las letras.
Este era el telón de fondo de nuestra nación, donde las letras nunca alcanzaron cotas tan deslumbrantes como en esta época. Los reyes y los nobles españoles ejercían de mecenas y tomando bajo su patrocinio un gran número de poetas, novelistas y pintores de la más alta calidad.
El mundo raramente ha visto tal galaxia de talento literario y artístico, con nombres como los de Miguel de Cervantes, Félix Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Pedro Calderón de la Barca , Tirso de Molina, Velázquez, Murillo, Valdés Leal, Zurbarán, El Greco, entre otros. En un camino de vivencias marcado por la hegemonía y la decadencia más absoluta de España, especialmente en el exterior, sostenida por una situación interna dominada por la desigualdad múltiple y extrema, con una polarización de rentas, contribuciones e impuestos que definían un ambiente de corrupción sin paliativos.
Esta época nos describe un conjunto de vicisitudes enconadas en un proceso continuo de decadencia económica y de debilidad política donde paradójicamente va a brillar la sin igual cultura española del Siglo de Oro. Para algunos autores este siglo siguió en España una evolución cuyas bases se fundamentan mucho antes, comenzando quizás con Jorge Manrique en la segunda mitad del siglo XV y terminando con Calderón a finales del siglo XVII. Brotó una cultura que fascinaba a toda Europa, a pesar de la incidencia de estereotipos y retrocesos como la limpieza de sangre y la represión ideológica.
La Sevilla barroca del Siglo XVII era una ciudad de contrastes. Por una parte, poderosa, rica, colorista, llena de riquezas y de magníficos monumentos y por otra, una ciudad marcada por la pobreza y las enfermedades. A mediados de siglo, se van sucediendo hechos trágicos para la monarquía hispánica y para la ciudad. En Europa se firma la Paz de Westfalia (1648) que provoca que España pase a ser una potencia de segundo orden. Esta paz dio lugar al primer congreso diplomático moderno e inició un nuevo orden en Europa central basado en el concepto de soberanía nacional.
En ella vinieron al mundo especialmente grandes pintores: Velázquez , Murillo, Juan de Valdés Leal, Lucas Valdés, Francisco Herrera el Viejo, Francisco Herrera el Mozo, etc.
En Sevilla, los desórdenes sociales de 1642, la peste de 1649, tras aniquilar a la mitad de la población y arrebatarle sus fuentes de riqueza, empujó el espíritu barroco, tocado ya por la decadencia del reino, hacia el más hondo pesimismo. Frente a las pompas de la vida, se extiende entonces la certeza de que ésta es sólo vanidad y que debemos prepararnos para lo que nos espera, el gusano y la calavera. Valdés Leal lo reflejará mejor que nadie en sus postrimerías, «Finis gloriae mundi» e «In ictu oculi», joyas del Hospital de la Caridad.

La sequía de 1682 o la inundación de 1683 provocaron más tarde la desaparición de buena parte de su población y el debilitamiento progresivo de su estructura social y económica, que culminaría con el desplazamiento de la Casa de Contratación a Cádiz en 1717. Sin embargo en el arte y la cultura, de la mano de grandes artistas como Murillo, o Valdés Leal, que trabajaron en la decoración del Hospital de la Santa Caridad, la ciudad se mantendría como un centro cultural de primer orden.
Más de cien mil personas vivían entonces tras la extensa muralla almohade que la circundaba. Apostados en ellas, los agentes del fisco controlaban el trasiego de mercancías. Era el puerto de las Américas, la ciudad era la más opulenta de España. En cualquier caso, encontramos una ciudad, con sus callejuelas estrechas y retorcidas, sus conventos de altas tapias, sus plazuelas, sus perfumados y ocultos jardines, sus patios interiores: un laberinto ideal para un seductor que se burlaba de la ira divina en una época en que nadie osaba hacerlo.
Sevilla era a comienzos del siglo XVII la ciudad ideal, una urbe rica por los productos procedentes del comercio de Indias. Contaba con instituciones importantes entre las que destacaban la Real Audiencia, la Casa de Contratación, la Casa de la Moneda, Tribunal de la Inquisición, catedral e innumerables parroquias y conventos, , etc.
La crisis existente afectó en general a todos los sectores de la población y en especial a los pobres, provocándose algunos estallidos a causa del hambre. También la iglesia se vio perjudicada ante la merma de la población, aunque siguieron haciendo encargos para los templos como obras piadosas a cambio de vida eterna. A pesar de todo Sevilla siguió siendo una ciudad cosmopolita, donde acudían todo tipo de comerciantes y aventureros que ponían sus esperanzas de una nueva vida en el nuevo continente. Sevilla ejercía una gran atracción sobre los europeos de la época. La población se duplicó en unos años debido al aluvión de comerciantes que acudían en busca de oportunidades de fácil fortuna, tanto a nivel nacional como europeo: trajinantes castellanos, mercaderes catalanes, banqueros italianos, empresarios ingleses, etc.
Disfrutó de todos los privilegios que le proporcionaba ostentar el monopolio del comercio con América. Era como la princesa de las ciudades de España. En ella circulaba el oro ya que, para entrar en Europa, toda riqueza explotada en el nuevo continente tenía que pasar forzosamente por Sevilla. Los galeones de las flotas reales que cruzaban el océano libraban sus cargamentos de lingotes de oro y plata en el puerto de Sevilla, junto a la Torre del Oro. El tesoro indiano se trasladaba a lomos de mula a la cercana Casa de la Moneda, un barrio protegido por su propia muralla, donde la plata y el oro se fundían para fabricar moneda.
Pasó a ser una rica urbe cosmopolita. Se adecentaron, ensancharon y pavimentaron las principales calles, se levantaron iglesias magníficas y palacios de corte italiano con espléndidas rejas a la calle, con altos miradores, con fuentes de surtidores y todo lujo de detalles y materiales.
También surgieron posadas, “casas de la gula” (mesones), casas de juego y prostíbulos. En este gran bazar de Occidente, que se jactaba de contener las mejores sederías, platerías, joyerías y especierías, se exhibía una inconcebible riqueza de brocados y perfumes de Oriente, caras especias, ramas de coral, perlas, carbunclos, maderas olorosas. Estos tesoros fueron extraídos de las entrañas de la tierra o de los mares desconocidos en Europa.

Sevilla se convirtió también en la Meca de los arribistas, de transeúntes fijos que esperan a que la fortuna les favorezca. Era la ciudad de los criados, de los que viven de lo caído o robado de la mesa del rico: fulleros, prostitutas, mendigos, ladrones, etc. La riqueza se compenetraba con la miseria, aunque parecía que esta primera no iba a tener fin. Nada más lejos de la realidad, solo duró un siglo largo. Más tarde vino la decadencia del puerto, que ahogó la actividad comercial. Quedó una ciudad nostálgica y ritual, sobrecargada de conventos e iglesias, admirable y bella.
