Pero una encina no se acaricia y un hombre que piensa eso, no está cuerdo. El hombre se levantó de la esquina de su casa y se perdió por los caminos. Durmió en viejas posadas y en las ventas, donde por la noche los arrieros desenganchaban a sus caballerías y contaban los dineros junto con el sudor y cansancio de la jornada. Porque en esta tierra dura, los hombres llevan su impronta en sus ademanes y en sus gestos, al mirarlos se ve lo que desean: incluso, se nota cuando desean a una mujer y evitan que ella lo sepa. Todos trabajan para subsistir, porque la vida es tan dura como el clima de la tierra que habitan. Miguel de Cervantes cruzó por estos lares. Cruza y conoce a los dioses que subyacen en el subconsciente, percibe la magia en el alero de la tarde y mirando sus manos ve en ellas todos sus fracasos. Él, es un paria a quién la guerra excluyo de honores. No quiere recordar su cautiverio, donde tuvo que tragarse la dignidad y el orgullo para vivir. Vivir sobre todos los infortunios, para conseguirlo se refugió en sus sueños. A nadie se lo dijo porque lo tacharían falto de juicio. Entonces escribe sus anhelos, sus derrotas y sus amores de soldado y trotero caminante. Se enamoró de una mujer y no pudo decírselo porque ya era tarde. Tarde para cambiar la edad y la fortuna de no ser un poeta famoso.
No pudo escribir una novela de amor. El amor que sí veía en las aldeas que recorría junto a posadas y chozas de cabreros, por majadas y riscos, sin que fuera diferente entre amantes de alta alcurnia y gentes pobres de solemnidad. Cervantes, recoge a modo de gaceta, los aconteceres cotidianos, los enmascara vistiéndolos de alucinados personajes, locos, avariciosos, crueles, mendicantes y pilluelos, mozas de partido y duquesas, cortesanas y aldeanas…Todos de flaca carne, pobres humanos soñadores de glorias.