No recuerdo por cuánto tiempo permanecimos en silencio; entre una hora y hora y media, hasta cuando nos percatamos de un resplandor mortecino emergiendo a nuestro alrededor. Abrí mis párpados, mas horrorizada comprobé que ningún otro músculo obedecía a mi voluntad; mis manos y mis piernas permanecieron inmóviles, como los miembros de un cadáver; mi aprehensión aumentó a medida que descubrí los rostros lívidos de mis anfitriones. Era evidente que contemplábamos una visión en un espacio irreal, y aún así concatenado a la realidad; ahora me atrevo a compararlo a las proyecciones cinematográficas tan en boga en nuestros días, con la salvedad de lo que contemplábamos no era ilusorio, sino cierto, demasiado cierto. Ante nosotros un hombre de toga blanca, de unos veintidós años, dictaba un documento a un amanuense sentado frente a un escritorio; su expresión segura y arrogante nos persuadió por un instante de su importancia como estadista o gobernante, pero en breve nos percatamos de que su cuerpo ocultaba a un ser abominable, de cuyo pecho emergía un miembro de colmillos afilados, similar a una serpiente venenosa. Nuestra primera visión no fue —ahora lo comprendíamos— sino el reflejo de esta imagen. Varios espejos se quebraron y una nueva imagen detuvo nuestra respiración —prueba fehaciente de que en cierto modo permanecíamos en ellos—. Encadenado al muro de una mina de carbón escasamente iluminada, la misma criatura gemía intermitentemente; ascuas al rojo vivo resplandecían en las cuencas de sus ojos. Su rostro demacrado nos contagió de un sufrimiento desesperanzador. Entonces percibimos un olor penetrante y nauseabundo, afín al de las letrinas en los campos de batalla. Cierto terror, aquel que sólo quienes han sufrido de vértigo o claustrofobia pueden comprender, recorrió nuestros miembros entrelazados; de un modo u otro comprendimos que aquel desgraciado era el Zar Iván.
—Su víctima más miserable —añadió Rasputín—, como el cuerpo que Iván ha de habitar. Abran los ojos
Dolorosamente recobramos nuestra compostura; jamás olvidaré la quijada caída de la Zarina, destilando baba, ni el cabello erizado y las pupilas desorbitadas de nuestro soberano.
— ¡Y no sabe que está muerto! —chilló el Zar remilgado—. ¡Y no sabe que está muerto!
—No lo sabrá jamás —sollozó Rasputín—; sólo somos pensamiento, y como pensamiento hemos de compartir todos los sufrimientos que fraguamos.
Sin poder ocultar nuestro horror caminamos a paso apresurado hasta el salón principal, en donde cada cual esquivó sin razón aparente los espejos que decoraban las paredes.
Al día siguiente el Zar, quien desde entonces se referiría a la muerte como a un estado placentero, declaraba la guerra a su primo en Alemania».