Era buen cristiano y temeroso de Dios. Aunque las trasgresiones a la doctrina eran harto frecuentes en aquellos tiempos, sentía la necesidad de implorar al Altísimo en situaciones inciertas, como era ahora el caso. Hincado, rezó el Padre Nuestro, farfullando las palabras que no recordaba bien, pero sin descuidar, justo es reconocerlo, el sentido general de la oración. “Padre Nuestro que estás en los cielos”. Se detuvo un momento, hesitando. Se preguntó sobre qué cielos se encontraba Dios. ¿Era el cielo de los suyos, de su ambiente, de su tierra, o era un cielo más general, más abarcativo, que pudiera incluir a éste bajo el cual estaba?
No era posible que Dios morase también aquí. Porque no era tierra de cristianos. En realidad, no parecía tierra de nadie. Semejaba un vasto desierto ilimitado, una torturante inmensidad fuera de escala humana. ¿Y si hubiese algunas gentes desconocidas que aún no hubiera visto? No parecía probable, pero era una idea que no había que descartar completamente. En ese caso, se complicaría el sentido del Padre Nuestro. O tal vez se aclararía.
“Santificado sea tu nombre”, prosiguió. Y el hilo de sus pensamientos lo bifurcó nuevamente por laberintos de complicados planteamientos, absolutamente novedosos por causa de lo que estaba viviendo. Si el nombre de Dios debía ser santificado por los hombres ¿Qué hacer si existiesen hombres en otras partes, que no conociesen a Dios ni creyeran en Él? Evidentemente, debería procurarse que se convirtiesen a la fe cristiana. El asunto era cómo. ¿De grado o por la fuerza? Se enfrentó a la dramática necesidad de erradicar herejías donde las hubiere, como era la situación de los infieles por los que tanto había sufrido su propia gente. Las preguntas y respuestas surgían, internas, silenciosas, sin solución de continuidad. Inconscientemente le permitían mantener el vínculo con su mundo allende océano, reforzar su posicionamiento existencial. Tratar de comprender.
El sol, indiferente a sus incertidumbres, ascendía lentamente por el horizonte, algo jaqueado por las nubes tenaces que competían por la preeminencia en la atmósfera matinal, produciendo oscilaciones transitorias de luz y opacidad. Cercana, una laguna escondida entre los pajonales, mostraba bandadas de aves que de pronto se elevaban raudamente hacia la altura. Crepitantes de colores, ávidas de cielo, realizaban piruetas en el aire, ignorantes del peligro que representaba la extraña figura solitaria del hombre arrodillado.
“Venga a nosotros Tu Reino”- Estaba claro que “Tu Reino” significaba el reino de Dios. Pero la dificultad se presentaba con el “nosotros”¿Nosotros somos nosotros y los otros o nosotros solos? Espinosa cuestión que daría lugar posteriormente a discusiones interminables para resol verla y que la mente de nuestro hombre anticipaba sin quererlo. Por otra parte, no le constaba que hubiera un “nosotros” inclusivo de otros no conocidos. Desechó rápidamente esa posibilidad. Y continuó con mucha convicción con aquello de “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.