— Hemos llegado, amigo, aquella es la venta de que os hablé. Pequeña y no muy limpia, pero suficiente. Tienen un aloque delicioso para refrescar el gaznate y, lo mejor de todo: el viejo ventero y sus historias.

            — Si es como dice vuesa merced, merecerá la pena haber recorrido estas últimas leguas de más.

            — Lo vais a poder comprobar vos mismo. En cuanto nos hallamos refrescado, llamaré a maese Sancho y le pediré que nos cuente una de sus historias, si es que no lo está haciendo ya para otros viajeros. Es su auténtica pasión. Algunos creen que puso la venta tan sólo para tener la oportunidad de que le escuchase la clientela. Insiste en que es el mismísimo escudero de esa novela que tuvo tanto éxito hace unos años, y que aún lo tiene, y que cuenta las descabelladas aventuras de un loco y pretencioso caballero andante.

            — He reído mucho leyendo ese libro de Miguel de Cervantes. Me lo vendió por unos pocos reales un joven perdulario de la calle de los Francos jurándome que era de su madre, una tal Mari Rodríguez que lo hubo heredado a su vez de un clérigo poeta y malencarado, al que sirviera antes de que el tal se marchase no sé adónde huyendo de sinsabores y deudas. Aún tiene el libro, en los márgenes, algunas notas que no entiendo, y una firma que se adivina de un tal Górgora o cosa parecida.

Adrian Ferdinan de Braekelerr. Escena de una venta.

— Góngora será, amigo mío. Que no es de extrañar que el ejemplar que tenéis le perteneciese. El tal era hombre de letras y poeta de cierto mérito aunque algo enrevesado de entendimiento. Sé por amigos que hace años se marchó a su tierra Cordobesa porque se había quedado sin valimientos en la Corte.

            — Pues aunque venga de segunda mano, el libro tiene merecimientos de primera.

            — Así es. Yo sé de buena tinta que hasta los tudescos lo leen en su propia lengua. Y ya me parece mérito que en habla tan poco cristiana pueda nadie sacar el gusto a cosa que no lo tenga muy en abundancia.

            En estos razonamientos, bajé de mi caballería y continué:            

            —Pues ya hemos llegado. Dejemos los animales en el cobertizo y permita vuesa merced que antes de pasar, le avise de que el tal Sancho, el ventero, siempre insiste en que los divertidos disparates que repite son la pura verdad de la historia y no lo que cuenta el tal Cervantes Saavedra.

            — Mal nos va si los posaderos nos salen ilustrados

            — Nada de ilustrado, más bien zote y retranco es el amigo, pero se ve que le han contado mucho, porque leer no sabe, y ha sacado buen provecho de lo escuchado. Sentencioso sí que parece, como todos los paisanos de esta tierra y no se deja de ver una chispa de sensatez en muchas de las cosas que cuenta.

            — Vayamos adentro pues, que ando molido y deseoso de poner las posaderas en asiento que no se mueva.

Ambos amigos pasaron a la venta que era una estancia toscamente iluminada, con un olor indefinible, entre olla podrida y vino, o entre gachas de pastor y vinagre de lustrar madera. Las paredes de tapia llenas de rafas, encaladas con una masa que el algún tiempo fuera blanca, y con algún refuerzo de cal y canto por los bajos, cerraban un recinto irregular de baldosas de cocido sobre las que asentaban mal que bien cuatro mesas de corrido con banquetas y poco más. En un rincón, varios toneles ostentaban en las duelas corcheras unas pitarras mugrientas. Por las alacenas de obra que rodeaban una cocina de buen fuego y chimenea de ladrillo viejo, aparecían algunos picheles de estaño, una tembladera, varias vasijas de barro que alguna vez tuvieron buen color, y unos platos de china y de madera. Todo lo demás, que no debía ser mucho, se escondería detrás de un mínimo mostrador tan ahumado como la chimenea, donde se apoyaba adormilada una moza entrada en carnes, con la color subida y el pelo grasiento.

            A una de las mesas se sentaban tres caballeros de regular atuendo, más tosco que galán, y un fraile de semblante rubicundo y hábito mendicante que manoseaba con dedos gordezuelos una taza mientras lanzaba miradas amostazadas a sus tres compañeros de mesa que reían sin disimulo.  

Pieter de Bloot. Una venta

— Rían vuesas mercedes si les parece, pero háganlo comedidamente que más parece que aquí, al señor clérigo no le pica tanto la historia como la burla que le hacen.

            El que así hablaba era sin duda el ventero, un hombre de edad indefinida, que peinaba ralas canas sobre el cogote y al que le brillaba la calva como plato recién fregado. Estaba a dos pasos de la mesa, apoyando el trasero sobre el borde de otra y con los pulgares metidos en la faja que rodeaba su orondo vientre.

            — Maese Sancho —dije amigablemente— ya veo que llegamos en buena hora pues estáis narrando vuestras aventuras a estos señores.

            El ventero torció el pescuezo hacia nosotros.

            — Aquí le traigo un mi amigo con el que viajo hacia la Ciudad Real y al que, de camino, he venido ensalzando vuestra fama de contar historias.

— Tomen acomodo sus señorías —dijo el hombre, descabalgando el trasero de la mesa y volviendo hacia nosotros su panza aún más voluminosa vista de frente— que yo les pondré unos picheles de vino y poco de tasajo para que se regalen mientras escuchan.

Nos sentamos a la mesa inmediata a la que ocupaba el otro grupo. Mientras llenaba los vasos y jaleaba a la dormida muchacha para que nos trajese unos platos con carne de buen aspecto aunque desconocida, siguió hablando.

            — Les decía a estos caballeros la aventura que tuve con mi amo y buen amigo, el caballero don Quijote, una noche que cabalgábamos con gana de comer y nos topamos de frente con unos fantasmales encamisados que se alumbraban con hachones encendidos, que tal nos parecieron estrellas a lo lejos. Venían como a modo de Santa Compaña o mascarada de fantoches, canturreando lo que luego supe que eran latines pero que al principio se me parecieron salmodias de mal agüero y de otro mundo. A mi se me heló la sangre y acometiome una tembladera tal que me aparté de la vereda y agarré a mi pollino para que ni siquiera resoplase hasta que aquellos trasgos o lo que fueran pasaran de largo, si es que no venían para arrastrarnos al averno.

            — Buen encuentro es ese para una noche y en estos caminos solitarios, ventero— Soltó mi amigo, mientras secaba con la manga un resto de aloquillo de su barba.

            — No le interrumpáis, buen hombre— dijo uno de los otros que aún se reía por lo bajo— que ahora viene lo mejor. seguro que ha de repetir lo que aquí, al frailecillo, le ha amoscado tanto que aún no se le ha enderezado el gesto.

Cortejo Fúnebre

Ciertamente, el clérigo aún seguía de mala cara y tamborileaba con la mano derecha el tablero mientras apuraba su vino.

            El ventero, mientras rellenaba la taza del frailuco que le sonrió entre forzado y agradecido, continuó:

— Pues mientras mi burro y yo estábamos intentando desaparecer de la vista de aquellos trasgos y nos encogíamos tras unos matorrales, mi señor don Quijote no paraba de auparse sobre los estribos de rocinante y estirar el cuello para mejor verlos. Al fin, cuando estaban ya tan cerca que sus antorchas hacían bailar las sombras de los árboles sobre nuestras cabezas, mi caballero azuzó su montura y se plantó en el medio del camino cerrándoles el paso. Debían ser más de veinte sujetos, frailes los unos de a caballo, con sobrepellices y lobas de luto, que apenas se les veía el rostro, y los de atrás con ropajes prietos, de luto mismamente hasta los pies de las mulas, arrodeando una litera con un bulto que sin duda era caja de muerto.     

            — Ahí es donde nuestro buen clérigo se le atragantó el sorbo y empezó a congestionarse —dijo volviendo a reír otro de los presentes— que no se sabe si se sobresaltó por ser comitiva de iglesia o por andar llevando un muerto.

            — No insista vuesa merced —cortó el frailuco que andaba ya más reconfortado con los nuevos buches del vinillo claro—. No soy yo sujeto que se amedrente por tan poco y bien curado estoy de espantos tras los muchos caminos que llevo andados. Lo que sí me parece es que en tocando a cosas de religión, deberíamos andarnos con más tiento, que mucho me temo que habrá de terminar la aventura en disparate irreverente cuando no en cosa de mayor culpa.

Dibujo de Gustav Doré

— No hubo tal —repuso el ventero—, sino que todo ocurrió sin más ofensa que un hueso roto de clérigo menor, que no es mucho decir; y bien haya a cambio del susto que nos dieron aquellos procesionales. Que si hombres de Iglesia eran, más parecían vestigios de otro mundo que habían venido de mascarada al nuestro.     

            — No me digáis —intervino uno de los hombres que hasta ahora había permanecido en silencio— que le rompisteis un hueso a uno de los frailes.

            —No yo —siguió el ventero mientras se rascaba ostentosamente las posaderas—, que andaba medio saliendo de mi escondedero, y tampoco mi señor don Quijote que aunque les plantó cara como solía, y hasta los puso en fuga, no tocó hábito ni pelo a ninguno de ellos.

            —Ya os avisé de que las historias de este hombre eran dignas de escucharse —dije a mi amigo por lo bajo. El ventero, que era hombre avisado y un tanto quisquilloso, debió oírme y me miró de soslayo. Pero enseguida continuó su plática.

            — Pues como les decía, mi señor don Quijote, detuvo aquella comitiva y les ordenó que dijeran quiénes eran y qué llevaban en la litera porque si era muerto, como parecía, a lo mejor era preciso que él vengara o castigara algún tuerto. No le hicieron caso porque alguno dijo que iban de priesa. Se sucedió la espantada de una de las mulas y en esto mi señor arremetió contra ellos y no debían ser gentes de armas porque huyeron a la desbandada que tal parecía que el diablo los llevaba.

            — Señor, Señor… — se oyó decir al frailecillo mientras sus compañeros de mesa le miraban con sorna.

            —En esas andaban los prófugos —continuó Sancho, sin reparar en la contrariedad del de los hábitos—  cuando mi señor se encaró con el que había derribado la mula espantada y poniéndole la punta del lanzón frente a los belfos, le exigió rendición. Lo cierto y verdad es que el hombre ya estaba rendido de resultas de una pierna quebrada que se le había quedado bajo la acémila, y empezó a rebullir y a suplicar diciendo que era un humilde bachiller de Alcobendas, y que venía con otros cuantos, clérigos los más de ellos, llevando un muerto que lo había sido en Baeza de unas calenturas, ha tiempo ya, y que se encaminaban a Segovia donde iban a enterrar los huesos que de él quedaban.

            Dejó mi señor de amenazar y cedió el caído en sus miedos pero no en sus quejas, tanto que hubo que ayudarle a enderezarse, aunque dudo que la pierna se le volviera a enderezar nunca de tan maltrecha y tuerta como habíale quedado.

            — Ya dije yo antes —alzó la meliflua voz el frailecillo de nuestra venta al que los últimos sorbos de vino debían haber aclarado el gaznate y levantado el ánimo— que todo eso que voacés llaman aventura no es más que un despropósito. Que andar ahuyentando a una procesión de miserere y poniendo la mano encima de hombres de Dios hasta tundir el hueso de uno de ellos, no es arte de valiente caballería sino de follones mal nacidos dignos de excomunión. 

            Todos volvimos el rostro hacia el ventero, temiendo, aunque a duras penas podíamos contener la risa, que respondiera como suelen hacer estas gentes a tales provocaciones.

            Pero Sancho, haciendo honor a su aspecto de hombre tosco pero de reposada crianza, se encaró con el deslenguado y le habló con mesura:

            — Tenga la lengua su merced y no desbarre, que nada de cuanto dice hubo. La mula se espantó sola y ella fue la que con su peso de animal de convento y bien alimentado rompió la pierna del bachiller,  Y no puso don Quijote la mano encima a ninguno sino que les enseñó la lanza y fue bastante para que se desparramaran por los alrededores.

            —Tiene razón el posadero, páter — intervino mi amigo—, que no hay delito claro si falta la intención, sino infortunio y mala suerte. Y creo que nos parece a todos que si se hubieran explicado a tiempo los frailes no hubiera llegado la sangre al río, pero como suelen ir de autoridad y no dando razones, se les puso en contra la suerte y bien merecida tienen la espantada, que el miedo es libre y cada cual tiene el que quiere, cuanto más una cuadrilla de medrosos.

            Los presentes levantaron sus jarras de vino y brindaron por mi amigo y sus razonamientos. A estas alturas hasta la adormilada maritornes se había despabilado y con una sonrisa de bocaza desdentada miraba a todos de hito en hito aunque es de figurar que no entendiese gran cosa.

            — Lo que no sabe vuesa merced, señor caballero —insistió el frailuco con un punto de vehemencia tal que parece que de repente se le hubieran pasado los efectos del vino—, es que yo lo sé por lo que me contaron algunos hermanos de mi orden cuyas historias caigo ahora en recordar. Habrá de saber que es muy posible que la tal comitiva llevase de las tierras de Jaén a las segovianas, en las que fuera Prior, los mismísimos restos de Juan de Yepes, al que conocerán los avisados como Juan de la Cruz, reformador del Carmelo y gran poeta aunque de cuerpo chico. Y si tal fuera, cosa que por las fechas pudiera coincidir, sí que se me antoja desmán de mucho infortunio el haber soliviantado a la comitiva de un hombre difunto que ya en vida fue tratado como santo por cuantos le conocieron.

            — Pues en esas — intervino uno de los viajeros— sí que será cosa de pensar que hay motivo para quedar en entredicho por tal asunto.

            — No es sino de descomulgados tal hazaña, aunque estando a la mira bien podría hacerse tolerante el juicio—el ensotanado se había puesto de pie y reposaba las palmas de las manos sobre la mesa como afirmando cierta autoridad que, después de las burlas, empezábamos a reconocerle todos. Tomó aire mirando que le atendiéramos y continuó—: Porque cierto y verdad es que alivia la culpa el hambre que dice este hombre que llevaban y el susto de las hachas encendidas en la noche; que bien es sabido que si el hambre agudiza el ingenio, el miedo es aún peor amigo del entendimiento y lo anubla y entorpece. Por más que no seré yo quien juzgue a mal la cosa, sabiendo como sé que los restos del santo poeta llegaron con bien a Segovia, más allá de este incidente posible y otros tantos que sé que hubo en el largo camino. Y no digan que es santo el tal porque yo lo pregone, que sé que por estas fechas ya le andan buscando los altares en Roma. En siéndolo ya su amiga Teresa de Ávila, y hasta casi patrona de las Españas, es sólo cuestión de poco que el padrecito Juan de la Cruz se reúna con ella en el santoral.  

A estas alturas, el fraile no parecía ya el que un rato antes trasegara vino malhumorado. Su voz seguía siendo aflautada, pero el tono denotaba firmeza y buena catadura. Era curioso ver que dos tazas de vino le hubiesen convertido de clérigo goliardo en predicador sensato.

            Es de agradecer la cortesía de vuesa merced —dijo Sancho— por más que nunca hubo intención de mi señor ni mía de causar daño sino muy por el contrario la de hacer el bien y desfacer entuertos por su parte, y por la mía de salir sin quebranto y poco más, que no hacía mucho que me habían manteado hasta dejarme molido y no tenía yo el cuerpo para más mojigangas. Una cosa sí que hice, que no estuvo bien, pero me sé yo que Dios me habrá perdonado por la mucha necesidad de aquella jornada. Fue que mientras don Quijote platicaba con el bachiller de la pierna descalabrada, yo me acerqué a una de las mulas que se habían quedado por allí y eché mano a la alforja, tomando de prestado unas fiambreras de varios bocados y medio queso, que ya se sabe que las gentes de misa suelen andarse siempre bien provistos. Lástima que no alcanzase mula que llevase vino. Con ello hubiera sido más puesto en razón el almuerzo que al poco nos dimos mi señor y yo en un claro cercano para matar el hambre de aquella noche.

            — ¿Nos estáis diciendo, maese Sancho —dijo mi amigo—, que robasteis comida a aquellos hombres?

            — No tal, señor mío — contestó el ventero sin perder el aplomo—, dije prestado y no robado. Desa manera es cosa bien distinta, porque antes y después de aquello, bien hemos pagado la deuda de unos fiambres y un queso con los muchos favores que a gentes semejantes hiciera mi señor don quijote, y aún yo mesmo.

            Sonreímos todos la ocurrencia mientras la moza, que había cerrado ya la boca deshabitada, a un gesto de su patrón, nos sirvió a todos unos cuartillos de aquel vino mezclado.

            —Vaya esta ronda de mi cuenta —dijo el ventero— que sólo es ruin quien por tal se tiene. Y no lo estimen en poco porque cueste menos, que les regalo a vuesas mercedes de corazón. Y antes de retirarnos, quisiera contarles algo que no he dicho nunca y que no sé si el tal Cide Hamete Berengena o el tal Cervantes o ese hideputa que llaman Avellaneda han puesto en sus papeles. Y es que en esa ocasión que les contaba fue cuando yo puse el nombre más famoso a mi señor. Que no es de buena cuna que nadie quite al pobre lo poco que tiene y este nombre que les digo es invención mía y no maquinación de bachilleres o letrados; y no se me da una higa que escriban lo que no es verdadero.

            Todos estábamos expectantes  a este último discurso de Sancho que andaba secándose las manos sudorosas por encima de las faltriqueras.

            — El nombre que yo puse entonces a mi señor don Quijote, y que con el tiempo he visto ser el mejor de cuantos le pusieran porque  por él es reconocido en el universo mundo es el del Caballero de la Triste Figura. Aunque tal vez ahora, después de tantos años, tal menudencia no importe un comino, pero… ¿Saben vuesas mercedes una cosa?

            En toda la venta, con ser tantas, no se oía volar ni una mosca.

            — Pues que jamás vi sonreír a mi señor con una sonrisa más enigmática y sincera que cuando le nombré de aquel modo: El Caballero de la Triste Figura.

 

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