— No hubo tal —repuso el ventero—, sino que todo ocurrió sin más ofensa que un hueso roto de clérigo menor, que no es mucho decir; y bien haya a cambio del susto que nos dieron aquellos procesionales. Que si hombres de Iglesia eran, más parecían vestigios de otro mundo que habían venido de mascarada al nuestro.
— No me digáis —intervino uno de los hombres que hasta ahora había permanecido en silencio— que le rompisteis un hueso a uno de los frailes.
—No yo —siguió el ventero mientras se rascaba ostentosamente las posaderas—, que andaba medio saliendo de mi escondedero, y tampoco mi señor don Quijote que aunque les plantó cara como solía, y hasta los puso en fuga, no tocó hábito ni pelo a ninguno de ellos.
—Ya os avisé de que las historias de este hombre eran dignas de escucharse —dije a mi amigo por lo bajo. El ventero, que era hombre avisado y un tanto quisquilloso, debió oírme y me miró de soslayo. Pero enseguida continuó su plática.
— Pues como les decía, mi señor don Quijote, detuvo aquella comitiva y les ordenó que dijeran quiénes eran y qué llevaban en la litera porque si era muerto, como parecía, a lo mejor era preciso que él vengara o castigara algún tuerto. No le hicieron caso porque alguno dijo que iban de priesa. Se sucedió la espantada de una de las mulas y en esto mi señor arremetió contra ellos y no debían ser gentes de armas porque huyeron a la desbandada que tal parecía que el diablo los llevaba.
— Señor, Señor… — se oyó decir al frailecillo mientras sus compañeros de mesa le miraban con sorna.
—En esas andaban los prófugos —continuó Sancho, sin reparar en la contrariedad del de los hábitos— cuando mi señor se encaró con el que había derribado la mula espantada y poniéndole la punta del lanzón frente a los belfos, le exigió rendición. Lo cierto y verdad es que el hombre ya estaba rendido de resultas de una pierna quebrada que se le había quedado bajo la acémila, y empezó a rebullir y a suplicar diciendo que era un humilde bachiller de Alcobendas, y que venía con otros cuantos, clérigos los más de ellos, llevando un muerto que lo había sido en Baeza de unas calenturas, ha tiempo ya, y que se encaminaban a Segovia donde iban a enterrar los huesos que de él quedaban.
Dejó mi señor de amenazar y cedió el caído en sus miedos pero no en sus quejas, tanto que hubo que ayudarle a enderezarse, aunque dudo que la pierna se le volviera a enderezar nunca de tan maltrecha y tuerta como habíale quedado.
— Ya dije yo antes —alzó la meliflua voz el frailecillo de nuestra venta al que los últimos sorbos de vino debían haber aclarado el gaznate y levantado el ánimo— que todo eso que voacés llaman aventura no es más que un despropósito. Que andar ahuyentando a una procesión de miserere y poniendo la mano encima de hombres de Dios hasta tundir el hueso de uno de ellos, no es arte de valiente caballería sino de follones mal nacidos dignos de excomunión.
Todos volvimos el rostro hacia el ventero, temiendo, aunque a duras penas podíamos contener la risa, que respondiera como suelen hacer estas gentes a tales provocaciones.
Pero Sancho, haciendo honor a su aspecto de hombre tosco pero de reposada crianza, se encaró con el deslenguado y le habló con mesura:
— Tenga la lengua su merced y no desbarre, que nada de cuanto dice hubo. La mula se espantó sola y ella fue la que con su peso de animal de convento y bien alimentado rompió la pierna del bachiller, Y no puso don Quijote la mano encima a ninguno sino que les enseñó la lanza y fue bastante para que se desparramaran por los alrededores.
—Tiene razón el posadero, páter — intervino mi amigo—, que no hay delito claro si falta la intención, sino infortunio y mala suerte. Y creo que nos parece a todos que si se hubieran explicado a tiempo los frailes no hubiera llegado la sangre al río, pero como suelen ir de autoridad y no dando razones, se les puso en contra la suerte y bien merecida tienen la espantada, que el miedo es libre y cada cual tiene el que quiere, cuanto más una cuadrilla de medrosos.
Los presentes levantaron sus jarras de vino y brindaron por mi amigo y sus razonamientos. A estas alturas hasta la adormilada maritornes se había despabilado y con una sonrisa de bocaza desdentada miraba a todos de hito en hito aunque es de figurar que no entendiese gran cosa.
— Lo que no sabe vuesa merced, señor caballero —insistió el frailuco con un punto de vehemencia tal que parece que de repente se le hubieran pasado los efectos del vino—, es que yo lo sé por lo que me contaron algunos hermanos de mi orden cuyas historias caigo ahora en recordar. Habrá de saber que es muy posible que la tal comitiva llevase de las tierras de Jaén a las segovianas, en las que fuera Prior, los mismísimos restos de Juan de Yepes, al que conocerán los avisados como Juan de la Cruz, reformador del Carmelo y gran poeta aunque de cuerpo chico. Y si tal fuera, cosa que por las fechas pudiera coincidir, sí que se me antoja desmán de mucho infortunio el haber soliviantado a la comitiva de un hombre difunto que ya en vida fue tratado como santo por cuantos le conocieron.
— Pues en esas — intervino uno de los viajeros— sí que será cosa de pensar que hay motivo para quedar en entredicho por tal asunto.
— No es sino de descomulgados tal hazaña, aunque estando a la mira bien podría hacerse tolerante el juicio—el ensotanado se había puesto de pie y reposaba las palmas de las manos sobre la mesa como afirmando cierta autoridad que, después de las burlas, empezábamos a reconocerle todos. Tomó aire mirando que le atendiéramos y continuó—: Porque cierto y verdad es que alivia la culpa el hambre que dice este hombre que llevaban y el susto de las hachas encendidas en la noche; que bien es sabido que si el hambre agudiza el ingenio, el miedo es aún peor amigo del entendimiento y lo anubla y entorpece. Por más que no seré yo quien juzgue a mal la cosa, sabiendo como sé que los restos del santo poeta llegaron con bien a Segovia, más allá de este incidente posible y otros tantos que sé que hubo en el largo camino. Y no digan que es santo el tal porque yo lo pregone, que sé que por estas fechas ya le andan buscando los altares en Roma. En siéndolo ya su amiga Teresa de Ávila, y hasta casi patrona de las Españas, es sólo cuestión de poco que el padrecito Juan de la Cruz se reúna con ella en el santoral.