GASTRONOMÍA HISPANO-ÁRABE por José Manuel Mójica Legrarre. Maestro de la cocina y fogones. Escritor escéptico.
Si exceptuamos las exigencias abusivas de nobles de medio pelo y señores, los precios puestos por los intermediarios, las pestes, la baja calidad de vida, la Inquisición, la mala leche de los eclesiásticos y las carencias alimentarias de una gran parte de la población, que por otra parte eran comunes en toda Europa, podemos afirmar sin temor a errar que en España, durante la dominación árabe, se podía disfrutar de una existencia sosegada, casi apacible, siempre y cuando se perteneciese a la nobleza, a la Iglesia o a la clase acomodada de quienes comerciaban o colaboraban con los invasores.
Entrando de lleno en la influencia que recibió la cocina española de las llegadas de otras latitudes, es preciso comentar que antes de la aparición de los musulmanes en nuestro territorio no teníamos la gran variedad de productos de los que presumimos hoy en día. Debemos recordar que, cuando los refinados cortesanos musulmanes entraron en España para asentarse definitivamente, sin sospechar en ningún momento el tipo de gente con el que se iban a encontrar, trajeron con ellos la caña de azúcar, que luego se llevó a tierras americanas como si fuera un producto autóctono de la vieja piel de toro, la palma datilera típicamente ilicitana, los levantinos limones y las valencianas naranjas, los melocotones oriundos de Calanda y otros frutos hasta entonces sólo conocidos por quienes habían participado en las Cruzadas, dejándose la piel, y más de uno algún miembro, al fanático grito de “Deus lo vult”.

Los árabes también aportaron a nuestro mestizo acervo cultural, diferentes pueblos nos habían dado ya por todos los lados posibles, el conocimiento avanzado de la agricultura, incluido el uso de irrigaciones y de norias, tan típicos de la huerta murciana, lo que dio un fuerte impulso al cultivo de la tierra; pero además de las novedades en la agricultura, recuerden que en España no se conocían todavía los campos de golf, trajeron con ellos nuevos sabores, nuevas técnicas culinarias que, poco a poco se fueron mezclando con las autóctonas para dar paso a una gastronomía de fusión que fue la madre de la cocina tradicional española.
Al conquistar la península ibérica en el siglo VI, los musulmanes implantaron algunas siembras nuevas en España; entre otras, la granada, el algodón o la berenjena. Según muchos autores, en esta época, el arroz se convertiría en la gramínea que personifica una parte importante de la cocina española. El cultivo del arroz ‐cuyo nombre viene de la palabra griega oryza‐, llegó a la península antes que los árabes y es muy posible que comenzara a cultivarse en el siglo V, cuando los bizantinos dominaron el suroeste del país. Sin embargo, si los bizantinos trajeron el arroz a España, los árabes fueron los que lo desarrollaron hasta hacer de él una gran riqueza exportable; gracias a ellos se mejoró de manera notable el cultivo de este cereal y se popularizó su consumo en todo el territorio, lo que debió inspirar a un iluminado ser humano, mil veces bendito sea, para crear la primera paella de la Historia.
En sus orígenes, la cocina de los árabes que llegaron a España era la usual que correspondía a una alimentación básica, consistente en carne de cordero, y algunos productos vegetales. En resumen, según los escritos de aquellos invasores musulmanes, cuyos tataranietos reclaman ahora la propiedad de Al Ándalus sin siquiera presentar las notas simples del Registro, “las delicias se encuentran en tres cosas: en comer carne, en cabalgar carne y en meter la carne en la carne” ¡Qué poesía!, ¡pero, qué tierna espiritualidad coránica rezuma esta frase!

Si hacemos caso de esta afirmación que puede encontrarse en uno de los relatos que leemos en “Las Mil y Una Noches”, la cocina árabe de aquel tiempo tenía una clara orientación al consumo de carne; pero conforme los miembros del club de fans de Alá –loado sea eternamente y tal- fueron abandonando los territorios desérticos y fueron conquistando otras regiones más fértiles, introdujeron paulatinamente en su cocina nuevos elementos que la fueron enriqueciendo para llegar a la que introdujeron en la península Ibérica.
Para entender mejor esto hay que partir de una afirmación básica: La cocina árabe que entra en España no es propia de un sólo país, sino que es común a bastantes países de África y del Medio Oriente. Cuando aquellas tribus que ocupaban los desiertos más calurosos del planeta tomaron contacto con la cocina de Bizancio, entraron en estrecha relación con los gustos de la población bizantina de la época y, por supuesto, con los productos exóticos llegados hasta esas tierras a causa del comercio que mantenían los mercaderes bizantinos con el Extremo Oriente; se ve que la pluriculturalidad, al menos en aquel entonces, era enriquecedora para todos. Es fácil deducir que de todos estos pueblos que mantenían líneas comerciales con Oriente, sobre todo los árabes, heredaron su inclinación al uso, a menudo abuso de las especias, y a pesar de éstas circunstancias tan favorables para sus cocineros, no consiguieron alcanzar la variada riqueza culinaria que, ya en aquellos años, se podía encontrar a lo largo de todo el litoral del mar Mediterráneo.

Para comprobar este hecho que afirmo, no hay sino echar una ojeada a la cocina de aquellos años que se trabajaba habitualmente en Marruecos, Libia, Túnez, Argelia o Egipto.
Los viajeros españoles que se veían obligados a comer en las mesas musulmanas o judías, iniciaron una costumbre que todavía respetan los turistas íberos en cuanto ponen los pies fuera de su casa: se quejaban de que los alimentos eran más picantes que en los territorios cristianos por debido al abuso de pimienta, de ajo o de azafrán; y es que, como en España, no se come en ningún sitio, a decir de los españoles que van de vacaciones al extranjero que son los mismos que, cuando comen fuera de casa en su país protestan todos los platos, claro.

En esta cocina de fusión, los profesionales de los fogones utilizaron la cebolla, la almendra, la pimienta, bases esenciales para las salsas, perfumaron con canela, cilantro, poleo, alcaravea, orégano, albahaca, comino, hinojo, jengibre, flores de clavo, hierbabuena y ruda. Sazonaban con el zumo de naranjas amargas, con agua de rosas y también con flor de azahar.
Una de las especias más utilizadas en las mesas de los nobles es el azafrán que siendo originario de la India se logró cultivar en algunas zonas de España, convirtiéndose en un condimento indispensable. En la cocina predominaron los embutidos, albóndigas y pasteles de carne, además de las hortalizas, panes, aceite de oliva, guisos, potajes, carnes de caza, pescados y dulces. Conocieron el helado y la pasta a través de los persas, que lo conocieron en el lejano Oriente, igual que el caviar y los pistachos.
Mientras tanto, la vid y el vino no dejaron de progresar a pesar de ser un poco menos que clandestinos; reconocerán que los españoles nos las hemos arreglado desde la más remota antigüedad para refrescarnos el gañote con un buen morapio a pesar de la legislación vigente.
Fideos, azafrán y ñoras
Una de las aparentes sorpresas con las que podemos encontrarnos en la alimentación de estos años es el consumo de la pasta en España. Aunque la hipótesis más extendida, ahora descartada por casi todos los historiadores de la gastronomía mundial, situaba los orígenes de este alimento en China, desde donde habría llegado en pleno siglo XIII hasta Italia gracias a los viajes de Marco Polo, hoy en día sabemos que ya en el Imperio Romano se consumía una masa de harina y agua cocida, muy parecida a la pasta consumida hoy, a la que llamaban “lagano” –si se molestan en buscar esta palabra en internet comprobarán que una de las mejores pastas fabricadas en Italia lleva este nombre-. Además en otros países asiáticos, como es el caso de la India, e incluso algunos territorios árabes, elaboraban desde tiempos inmemoriales una especie de pasta de harina con agua llamada “sebica” que viene a significar “hebra” o también “cordón”.
La denominación más antigua empleada en España para designar la pasta, “fideos”, palabra que viene del mozárabe y del árabe “fidáwš”, ha llegado hasta nuestros días y aparece por primera vez en un manuscrito árabe del siglo XIII; al mismo tiempo, numerosos documentos atestiguan que, durante la Edad Media, su consumo tuvo un gran apogeo en la zona de influencia de la Corona de Aragón, por lo que, dados los habituales contactos comerciales, personales y migratorios dentro de los territorios españoles, desde siempre hemos sido un poco “culo inquieto”, es muy posible que el consumo de estos hilos de harina amasada y cocida, se popularizase desde el reino de Aragón.
Así los invasores árabes fueron quienes introdujeron el consumo de pasta en la península, y quiénes acostumbraron a los aragoneses a consumirla mucho antes de entrar en posesión del Reino de Nápoles; pero también los árabes trajeron especias y formas de cocina desconocidas en aquella época y, además, nos regalaron el refinamiento de los postres, y algunas delicias que aún hoy sorprenden por su delicadeza.
