La poesía es la más excelsa de todas las artes.
No se me enfaden los practicantes o amantes de las otras artes. Cada cual tiene su mérito y su grandeza. La música siempre será la más universal, la que trasciende los lenguajes para ser un lenguaje de todos; también, por lo general, la mejor pagada y la más seguida en cualquiera de sus formas. La pintura se distingue por el reconocimiento general, el valor astronómico de algunas obras y sus múltiples variedades y aprovechamientos. La arquitectura une la belleza a lo práctico y siempre está presente en nuestra vida aunque no la veamos. No digamos de la ópera, que el propio Wagner definió como “gesamtkunstwerk” (obra de arte total) por incluir música, teatro y artes visuales.

Seríamos torpes e injustos si nos olvidásemos de la grandeza de la escultura, de la danza, de la literatura, más allá de la poesía, del teatro, del cine, de la fotografía. Aún podríamos seguir con la importancia de algunas independientes o derivadas de las ya dichas, sean antiguas o modernas, como la orfebrería, la publicidad, el cómic, la gastronomía, la perfumería, la moda, la decoración… Añada cada cual las artesanías de su preferencia, vinculadas todas a lo que entendemos como arte en mayor o menor medida.
Pero la poesía es otra cosa, juega en otra división. Posiblemente sea de las más humildes, de las peor pagadas, de las más despreciadas por la sociedad actual, práctica, economicista y más devota del precio que del valor. Eso, por cierto, le da muchas veces una pátina de autenticidad que la toxicidad del dinero no consigue envenenar.
Por un lado, la poesía utiliza el lenguaje, la herramienta más sublime que el hombre ha conseguido desarrollar, la que nos llevó sin duda del primitivo homínido al ser humano actual, dicho sea sin entrar en valoraciones de lo que supone o no progreso, que esa es harina de otro costal.

Por otro lado, cuando vemos un cuadro hermoso o un edificio llamativo, cuando nos entusiasman unos acordes o una danza o, simplemente si observamos una puesta de sol espectacular, solemos decir que es “pura poesía”; lo que nos lleva a utilizar el término poético como sinónimo de lo mejor, de lo más bello, de lo más emocionante. No es en vano. La poesía, con una simple palabra, con nada más que un conjunto de vocablos, con un silencio incluso, puede hacernos llorar, reír, estremecernos, plantearnos nuestra vida, dejarnos absortos, golpearnos con una intensidad difícil de expresar.
Estas reacciones que todo arte nos proporciona en ocasiones, es la sustancia misma de la poesía, su pura esencia, su razón de ser.

Podrá aducirse que arrimo el ascua a mi sardina y es cierto, y podrá cada cual defender la expresión artística de la que se sienta más cerca, pero coincidirán conmigo en que cuando un pintor pinta una casa, esa es la casa; cuando un arquitecto la diseña, esa es la casa, cuando en un escenario se muestra una casa, esa es la casa; pero cuando un poeta dice la palabra “casa”, aparecen todas las casas de los lectores, de los que escuchan; es la multiplicidad absoluta, el temblor de todos los recuerdos del mundo, la ilusión o el temor de cualquiera, las infinitas sensaciones que una simple palabra puede llegar a provocar en todos y cada uno de los seres humanos. En ese aspecto se hermana sin duda con la música, aunque la abstracción lleve por distintos caminos que la simple palabra.
Esa es la grandeza de la poesía y también su servidumbre porque obliga a los lectores y oyentes a un esfuerzo por sintonizar con el poeta desde sus propias emociones. Y ya sabemos el miedo que eso provoca.
La poesía, tan mínima, tan humilde, tan denostada, no es solo para hablar de grandes asuntos sino para convertir en grande cualquier asunto: un destino que sin duda los dioses no perdonan.