Camila apretó con fuerza la mano del abuelo, del abuelo José, porque al abuelo Nicolás lo acababan de dejar, dormido para siempre, en una caja enorme y lustrosa, también para siempre.

Apretó más la mano del abuelo y trató de imaginar su próximo cumpleaños sin el abuelo Nicolás. Empezó a contar sus pasos… uno, dos, tres, cuatro… una caravana de hormigas la distrajo…. seis, siete… Comparó los zapatos del abuelo José con los suyos. ¡Qué grandes eran! Seguro se necesitaba mucho tiempo para que los pies crecieran tanto… y entonces, el abuelo José era viejo, tan viejo como el abuelo Nicolás. De pronto no quiso comer más el helado. Dijo que le dolía la panza.

En casa todos estaban tristes, pero más que nadie, papá y la abuela Graciela. Se reían de sus chistes, pero sólo con la boca. Los ojos no reían. Cada tanto desaparecían y volvían silenciosos, con la cara roja y la mirada brillante.

Camila no entendía muy bien qué era la muerte, pero algo sí entendía. Entendía ese “para siempre” que le daba vueltas por dentro y le hacía extrañar al abuelo Nicolás.

Para la primavera nació Tomasito, el bebé que mamá llevaba en la panza, y entonces, hasta papá y la abuela Graciela se vieron más contentos.

Una tarde, mientras bañaban al hermanito, Camila se acordó de los pies grandes del abuelo José; de sus propios pies, más pequeños y, al ver los diminutos piececitos de Tomás, tuvo una revelación. Descubrió el paso del tiempo. Siguió observando a Tomás y lo comparó con su abuelo que leía en el sillón. ¡Qué diferentes que eran! Tomasito no tenía la piel arrugada y era muy, muy pequeñito. Le faltaba mucho “tiempo” para ser viejo como el abuelo. Tenía toda la vida por delante, como le había oído decir a la tía Mónica… y su abuelo…él, no! Seguro que se había gastado casi toda la vida, porque la vida se gasta, pensó Camila.

Por unos días, estuvo callada, taciturna. Todos pensaron en un tardío duelo. En verdad, en su cabecita, crecía el miedo de que el abuelo, con su vida gastada, también se fuera para siempre.

Una mañana, mientras iba a la escuela, le preguntó al abuelo José si los viejos se morían antes que los otros. El abuelo contestó que, casi siempre sí. -¿Y quién es el más viejo de todos, Abue?-, volvió a preguntar Camila. -Yo, chiquita-, respondió José, con un dejo de tristeza.

Camila, siguió callada y taciturna. Ahora tenía la certeza de que el abuelo José sería el próximo en irse.

Abuelo Dobri

Un día, sorpresivamente, volvió a mostrarse contenta, para tranquilidad de todos.

Cuando José fue a cobrar la jubilación, no pudo hacerlo. El empleado del banco rechazó su documento adulterado.

Sobre el indeleble 1932, con rasgos infantiles, se dibujaba un 2011, que lo volvía un jubilado de apenas 5 años, un año menor que su nieta Camila.

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