Cuando yo era un niño de trece años, esa edad heroica, en mi pueblo todavía se festejaban las Navidades de una manera digna de recordar, acorde con la tradición hispana y criolla. No había, como ahora, pinos ni nieve artificial, ni se veían esos hombres disfrazados de Santa Claus, panzones y ridículos, dando vueltas como trompos por todos lados. Había sí, regalos, y todos los chicos recibían el suyo, así fuese una muñeca de trapo o bolitas de vidrio pintado.
Pero lo más propio de la fiesta, eran los pesebres o nacimientos. En cada casa había uno y se instauraba una verdadera competencia, ya que el más logrado se convertía en el pesebre del municipio y era llevado al centro de la plaza, donde permanecía en exposición hasta el Día de Reyes. El padre Damián, cura párroco del pueblo, apoyaba la costumbre despotricando contra las nuevas modas de la Capital, que insistían en imitar lo que mostraban en el “biógrafo”, como aún se denominaba al cine.
– ¡Son cosas de los gringos del norte! -clamaba enfurecido- En España sólo nieva en la sierra, y aquí no tenemos nieve porque es verano. Tampoco en la Tierra Santa hay nieve en invierno, o sólo ocasionalmente. Y esos árboles están adornados a la manera de los paganos; ellos creían que su árbol sagrado era el eje del mundo. Nuestros niños, gracias a Dios, no esperan a Santa Claus sino a los Reyes Magos, que aparecen en nuestros libros sacros. ¡Festejad las Navidades con fervor, pero sin comer y beber como puercos! Y, de paso, os recuerdo que no debéis incluir cerdos en el pesebre porque Jesucristo, Santa María y San José eran judíos, y ése es un animal prohibido, por impuro, para ellos.
Pero su celo era sólo preventivo, porque aquí, en el cristianísimo pueblo de Santa María del Sur, no había árboles de Navidad, ni Papá Noel. Yo conocía casi todos los pesebres del pueblo, que recorríamos con otros amigos, y algunos de las chacras y estancias vecinas; ya que a menudo acompañaba a mi padre, el médico local, en sus visitas a los pacientes que no podían acercarse a su sanatorio. Los había de ricos, con figurillas de porcelana o madera fina pintada, y de pobres, con estatuillas de terracota hechas por los mismos dueños. No obstante, todos tenían ese aire sagrado, sobrenatural, bajo la Estrella de Belén, así fuese ésta de mero papel plateado.
Esa noche navideña, la del año 1984 del siglo pasado, pude contemplar el pesebre más extraordinario que había visto en mi vida. Mi padre tuvo que abandonar la mesa familiar poco después del Angelus, para atender un parto urgente cerca de la estancia “El Lucero”, así llamada porque desde el pueblo, en el horizonte abierto de la pampa, se veía al planeta Venus, como si estuviera colgado sobre el casco de la estancia. Yo me empeñé en acompañarlo, aunque Domingo, el enfermero jefe, vendría para ayudarlo. Domingo era bien morocho, de recia estampa gaucha, y su cabello negro y piel oscura contrastaban con la melena rubia de mi padre y mi revuelto pelo rojo.
