Cuando yo era un niño de trece años, esa edad heroica, en mi pueblo todavía se festejaban las Navidades de una manera digna de recordar, acorde con la tradición hispana y criolla. No había, como ahora, pinos ni nieve artificial, ni se veían esos hombres disfrazados de Santa Claus, panzones y ridículos, dando vueltas como trompos por todos lados. Había sí, regalos, y todos los chicos recibían el suyo, así fuese una muñeca de trapo o bolitas de vidrio pintado.

Pero lo más propio de la fiesta, eran los pesebres o nacimientos. En cada casa había uno y se instauraba una verdadera competencia, ya que el más logrado se convertía en el pesebre del municipio y era llevado al centro de la plaza, donde permanecía en exposición hasta el Día de Reyes. El padre Damián, cura párroco del pueblo, apoyaba la costumbre despotricando contra las nuevas modas de la Capital, que insistían en imitar lo que mostraban en el “biógrafo”, como aún se denominaba al cine.

Adoración de los Reyes Magos. Velázquez-1619-

 

–             ¡Son cosas de los gringos del norte!  -clamaba enfurecido- En España sólo nieva en la sierra, y aquí no tenemos nieve porque es verano. Tampoco en la Tierra Santa hay nieve en invierno, o sólo ocasionalmente. Y esos árboles están adornados a la manera de los paganos; ellos creían que su árbol sagrado era el eje del mundo. Nuestros niños, gracias a Dios, no esperan a Santa Claus sino a los Reyes Magos, que aparecen en nuestros libros sacros. ¡Festejad las Navidades con fervor, pero sin comer y beber como puercos!  Y, de paso, os recuerdo que no debéis incluir cerdos en el pesebre porque Jesucristo, Santa María y San José eran judíos, y ése es un animal prohibido, por impuro, para ellos.

 

Pero su celo era sólo preventivo, porque aquí, en el cristianísimo pueblo de Santa María del Sur, no había árboles de Navidad, ni Papá Noel. Yo conocía casi todos los pesebres del pueblo, que recorríamos con otros amigos, y algunos de las chacras y estancias vecinas;  ya que a menudo acompañaba a mi padre, el médico local, en sus visitas a los pacientes que no podían acercarse a su sanatorio. Los había de ricos, con figurillas de porcelana o madera fina pintada, y de pobres, con estatuillas de terracota hechas por los mismos dueños. No obstante, todos tenían ese aire sagrado, sobrenatural, bajo la Estrella de Belén, así fuese ésta de mero papel plateado.

Nacimiento de Cristo- Pedro Berruguete- Santa María Becerril de Campos Palencia

 

Esa noche navideña, la del año 1984 del siglo pasado, pude contemplar el pesebre más extraordinario que había visto en mi vida. Mi padre tuvo que abandonar la mesa familiar poco después del Angelus, para atender un parto urgente cerca de la estancia “El Lucero”, así llamada porque desde el pueblo, en el horizonte abierto de la pampa, se veía al planeta Venus, como si estuviera colgado sobre el casco de la estancia. Yo me empeñé en acompañarlo, aunque Domingo, el enfermero jefe, vendría para ayudarlo. Domingo era bien morocho, de recia estampa gaucha, y su cabello negro y piel oscura contrastaban con la melena rubia de mi padre y mi revuelto pelo rojo.

 

 

Salimos en un sulky, esos coches abiertos tirados por uno o dos caballos, mejor que el automóvil para aquellos caminos de tierra que, cuando llovía, eran impasables, y ya el cielo estaba encapotado. Tronaba cuando llegamos al lugar, un campamento de gitanos al borde del alambrado, al que seguramente no le habían permitido quedarse en los predios de la estancia. La toldería estaba sujeta a las púas del alambre, y era una mancha apenas más oscura en el poncho  infinito de la pampa, sin alturas y casi sin árboles. Mientras mi padre y Domingo atendían a la parturienta, yo recorrí el borde de las tiendas en hilera, hasta llegar al pesebre. Un gitano encendía un fueguito junto a la cuna, que era hermosa, aunque estaba hecha de madera rústica sin pintar. La vaca también era real, atada al palenque, así como la oveja y el cordero mamón, que dormían a su lado. No había estrella de latón ni truco alguno, y el Lucero brillaba como si fuera la propia Estrella de Belén. Me quedé mirando al gitano, que recitaba una oración en una lengua desconocida para mí, sin atreverme a seguir.

 

Cuando acabó el rezo, me dijo con un acento parecido al del párroco:

 

               –      Ven, no temas, acércate al pesebre santo. Pronto nacerá 

                    el niño y, gracias a vosotros, saldrá sano y salvo.

 

–             ¿Gracias a nosotros? –repetí confundido.

 

–             ¿No habéis llegado, con tu padre y el enfermero, para ayudar a María? Ella es mi mujer por la gracia de Dios.

–             Sí, pero…

 

–             Pues ellos salvarán al niño y a su madre. Le están haciendo una cesárea…

 

Como buen hijo de médico, a pesar de mi corta edad, yo sabía lo que eso significaba.

 

–             Dios le oiga –contesté en un susurro mientras observaba la bella cuna.

 

–             ¿Te gusta? -continuó él- la hice con mis propias manos. Mi nombre es José y soy carpintero de oficio.

 

Tantas coincidencias comenzaron a abrumarme, y me disponía a volver sobre mis pasos cuando él agregó:

 

–             Adivine cómo se llamará el niño…

 

–             No me cabe duda: Jesús, y también será carpintero…

 

–             No. Tampoco lo fue en su Primera Venida.

 

–             ¿Qué quiere Ud. decir?

 

–             Bueno…No es fácil de explicar, pero tú pareces un niño inteligente. Tiene que ver con la religión de mi tribu, que es muy antigua. Nosotros creemos que la Paroussia o “Segunda Venida” de Jesucristo, de la que hablan los Evangelios y otros libros sagrados, tendrá lugar en el seno de nuestro pueblo. Si la Primera fue entre judíos, la Segunda será entre gitanos, la otra nación errante de la historia. Cuando renazca el Salvador, nosotros también volveremos a la Tierra Santa, ya que somos una rama extraviada de la tribu bíblica de Zabulón, la única de las doce tribus que poseía barcos y moraba a la orilla del mar. Nuestras leyendas afirman que ésta es la época propicia para su nacimiento, y que su misión comenzará cuando cumpla treinta y tres años, es decir, en 2017. En cada generación es posible                                                          su arribo, pero los designios del Señor son inescrutables. Por todo ello, os ruego que os quedéis al menos hasta la Epifanía, el día que vosotros llamáis de Reyes, y que cae el 6 de Enero, aunque nuestro calendario sea diferente. Sin vosotros, faltaría un detalle importante en el pesebre…

 

–             ¿Cuál? –le pregunté intrigado, dudando aún si creerle o no.

 

–             Los Tres Reyes Magos.

 

No pude reponderle, no sólo por el asombro, sino porque ya venían mi padre y Domingo con María a cuestas, que portaba al niño en brazos. Éste era moreno, como los gitanos, pero su piel resplandecía. En ese mismo instante, un rayo cayó sobre el único árbol cercano al pesebre y un chaparrón colosal tamborilleó sobre el palio de lona basta que lo cubría parcialmente. Aunque parezca mentira, nadie se mojó por la lluvia ni tuvo frío.

 

–             Se  viene el temporal…Ya no podremos volver por unos días, ni siquiera en sulky – afirmé como si de mí dependiera la decisión. 

 

 –    Serán nuestros huéspedes –ofreció José, mirándome fijo,

      mientras mi padre y Domingo asentían, resignados, y el   

      niño y el cordero mamaban plácidamente, iluminados por

      el lucero, a pesar de la tormenta.

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