Mucho se ha escrito sobre la cocina del Quijote, pero es mi propósito el deslindar y comentar las distintas cocinas que, a lo largo de sus páginas, desfilan ante nosotros, y que de alguna manera, pondremos de manifiesto a lo largo de estas páginas.
Si aludíamos en ellos a dos tipos sustanciales de cocina, la de la subsistencia y la de la opulencia, ambos aparecen reflejados sobradamente a lo largo y ancho de las páginas de la novela cervantina. A estas dos añadiríamos una tercera, la del día a día, que tiene también amplio reflejo en el libro.

Alejandro de loarte. Cocina. Rijks Museum

De la primera de ellas, la de la subsistencia, nos daría buen ejemplo el hidalgo don Quijote, tan absorto en su mundo ideal, en su utopía, que apenas da importancia a los asuntos para él vulgares como éste del yantar. Muchos son los ejemplos de su actitud en la novela, desde el cualquiera yantaría yo (I.2), hasta el no quiso desayunarse don Quijote…dio en sustentarse de sabrosas memorias (I.8). Poco más adelante, hace profesión de su indiferencia por la comida, cuando dice al escudero: “Hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano” (I.10). Sancho Panza no se arredra y contesta: “..y de aquí en adelante yo proveeré las alforjas de todo tipo de fruto seco para vuestra merced, que es caballero, y para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia” a lo que don Quijote responde que “su más ordinario sustento debía de ser dellas, (las frutas) y de algunas yerbas que hallaban por los campos, que ellos conocían y yo también conozco”. El milagroso bálsamo de Fierabrás que todo lo cura según el hidalgo pero que provoca en Sancho Panza ansias y ascos, trasudores y desmayos hasta desaguarse por ambas canales, no es sino una mezcla de agua, vino, sal y romero, tan inofensiva como poco apetecible.

Sus repetidos improperios contra Sancho al que llama golosazo, comilón, y al que pondera la vida pastoril (II.67) de esta bucólica manera:
“Yo compraré algunas ovejas, y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y llamándome yo el pastor Quijotiz , y tú el pastor Pancino, nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos, o de los caudalosos ríos. Dará(n)nos con abundantísima mano de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los troncos de los durísimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil colores matizadas los estendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas, a pesar de la oscuridad de la noche, gusto el canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famosos, no sólo en los presentes, sino en los venideros siglos”. De esta maravillosa forma traza don Quijote el retrato de la vida ideal que propone a su escudero, y en ella, como vemos, no hay sitio pata los banquetes, pues su alimentación de basará en bellotas y agua, es decir, supervivencia pura y dura es la que reclama don Quijote.

También el escudero reprocha a lo largo de la novela a don Quijote este desinterés por la comida, y se queja de su amarga suerte por tener que alimentarse tan precariamente. Uno de los fragmentos que mejor refleja esto, es el que sigue (II.28):
“…los que servimos a labradores, por mucho que trabajemos de día, por mal que suceda, a la noche cenamos olla y dormimos en cama, en la cual no he dormido después que ha que sirvo a vuestra merced. Si no ha sido el tiempo breve que estuvimos en casa de don Diego de Miranda, y la jira que tuve con la espuma que saqué de las ollas de Camacho y lo que comí y bebí en casa de Basilio, todo el otro tiempo fue dormido en la dura tierra, al cielo abierto, sujeto a lo que dicen inclemencias del cielo, sustentándome con rajas de queso y mendrugos de pan, y bebiendo agua, ya de arroyos, ya de fuentes, de las que encontramos por esos andurriales por donde andamos”.
No se contenta Sancho con esta menguada ración que aparece como sustento diario en sus andanzas con el hidalgo ya que ni los palos ni las desgracias le duelen tanto como el beber mal y comer peor. Cuando don Quijote le exhorta a comer (II.59) lo hace con palabras que evidencian su diferencia de criterios respecto a la cocina, ya que le anima a sustentar la vida que más que a mí te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas de mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú para morir comiendo; lamento que el hidalgo lleva más allá al final de su parlamento cuando lamenta el haberse visto pisado y acoceado, lo que le embota los dientes, entorpece la(s) muelas, y entumece las manos, y quita de todo en todo la gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre, muerte la más cruel de las muertes.

Los alimentos de esta cocina de supervivencia del Quijote son pocos y sencillos: pan, agua, cebolla, queso, hierbas aromáticas, sardinas arenques, y poco más. Los duelos con pan son menos repite con frecuencia el escudero a lo largo de la novela y hace bueno el dicho basado en la vida de San Bernardo de que la mejor salsa del pobre es el hambre, porque Sancho nunca aspira a ocupar buenos lugares en la mesa o a ser servido con pleitesía sino que reivindica su propia y sencilla manera de comer que a veces le reprocha don Quijote. Cuando el hidalgo, en el episodio de los cabreros, le insta a comer y beber con él porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo que del amor se dice: que todas las cosas iguala (I.11), el escudero replica que como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas como sentado a par de un emperador. Y aun, si va a decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene en gana, ni hacer otras cosas que la soledad traen consigo.

Fruto de este concepto grosero que don Quijote tiene de la comida como placer, es también su recomendación a Sancho para guarde las buenas formas y maneras en el comer y que le llevan a decir que (II.43) no comas ajos ni cebollas, porque no saques por el olor la villanería…Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos ni de erutar delante de nadie. Don Quijote aprecia tan poco los bienes materiales que, en el caso de la comida, no duda en afirmar: “Venturoso aquel a quién el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo. Digo esto, Sancho, porque en mitad de aquellos banquetes sazonados me parecía a mí que estaba metido entre las estrecheces de el hambre; porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos; que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recibidas son ataduras que no dejan campear el ánimo libre”. (II.58).

El pan, candeal si es posible, ocupa su buen lugar en las páginas de la novela y en las vicisitudes de sus personajes. Un pan por ciento ofrece don Quijote como recompensa por la buena conducta, a lo que contesta Sancho para sus adentros que tan buen pan hacen aquí como en Francia; la sin par Dulcinea aventaba trigo mientras que Teresa Panza, la mujer de nuestro escudero, pagó con un bollo y dos huevos la escritura de unas cartas, mientras su enamorado Quijote utilizaba el pan como arma contra el cabrero Eugenio o juraba no comer pan a manteles hasta conquistar el yelmo de Mambrino. Pan come la duquesa y pan negro y mugriento sirve el ventero y por último dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo es lo que cobra Cide Hamete Benengeli por los cartapacios del Quijote.

La segunda cocina del Quijote sería la que hemos nombrado como del día a día, es decir la que habitualmente comían las clase nobles bajas y los comerciantes, villanos, labradores, artesanos, con las variantes propias derivadas de sus recursos. Así, la olla podrida, el plato nacional de la época tenía un registro tan amplio que podía ir desde la magnificencia de las que vislumbra Sancho en la Insula Barataria hasta la menguadísima que retrata Quevedo en “El buscón don Pablos”. De las primeras, dice el escudero (II.47): -Aquel platonazo que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho. Lo que provoca la irónica respuesta del doctor Pedro Recio, que matiza que no hay peor mantenimiento que una olla podrida, dejándola para los canónigos, los retores de colegios, o para las bodas labradorescas, es decir para varios personajes de las clases acomodadas. La olla podrida de la clase media, como la del hidalgo don Quijote, se componía de algo más vaca que carnero (I.1) pues en aquella época el carnero tenía la carne más apreciada, sobre todo la pierna o gigote que se comía a bocado limpio usando sólo los dedos. Una receta de carnero muy apreciada en la época era la del carnero o cabrito verde que cita Marcos Fernández en su “Olla podrida a la española” (Amberes 1655) y que consiste básicamente en cortar la carne en pedacitos, rehogarla a fuego lento en la sartén con aceite y cebolla, cuidando de que no se nos pegue. Se complementa con caldo y se deja cocer para añadirle finalmente perejil, cilantro, hierbabuena, cogollos de lechuga, cominos y pimienta. A continuación le añadimos unos huevos batidos por encima del carnero, se le rocía con jugo de limón y esperamos hasta ver como se espesa la salsa.

De la olla podrida que al parecer comenzó siendo olla poderida o pertenciente a la mesa de los poderidos o poderosos, vamos a dejar aquí dos recetas. La primera es la de Bartolomé Scappi, cocinero del papa Pío V, y al parecer el primero que la puso en letras de molde: “Coge 2 libras de papada de cerdo salada, 4 libras de otra carne de cerdo desalada, 2 orejas, 4 pezuñas de cerdo sajadas por la mitad, 4 libras de jabalí y 2 libras de longaniza. (…) Añade 6 libras de muslos de buey, 6 libras de riñones de ternera, 6 libras de carne de vaca grasa, 3 capones o gallinas, y 4 palomas domésticas gordas (…) 2 cuartos traseros de liebre cortados en trozos, 3 perdices, 2 faisanes o 2 patos salvajes bien grandes, 20 tordos, 20 codornices y 3 perdices griegas(…) Añade al caldo guisantes, garbanzos rojos y blancos, cabezas de ajo peladas, cebollas viejas partidas, arroz, castañas peladas y judías secas. Cuando se hayan cocido las legumbres añade col, lombarda, berza, nabos amarillos y salchichas. Cuando esté todo bien cocido debe tener una consistencia más espesa que líquida”. Es verdaderamente asombroso el cúmulo de carnes, legumbres y verduras que se cocían a fuego lento, durante un par de días, para que dieran por resultado ese plato estrella que en nuestros días pocos estómagos podrían soportar. La otra es la que se recoge en la época (Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias. 1611) y que dice así: “La que es muy grande y contiene en sí varias cosas, como carnero, vaca, gallinas, capones, longaniza, pies de puerco, ajos, cebollas, etc. Púdose decir podrida en cuanto se cuece muy despacio, que casi lo que tiene dentro viene a deshacerse, y por esta razón se pudo decir podrida, como la fruta que se madura demasiado, pero aquello podrido es lo que da el gusto y punto”.

Esta olla podrida fue el plato básico en España durante muchos siglos, sobre todo en las sierras y en las zonas ganaderas, ya que reunía todos los elementos nutricionales necesarios –proteínas por la carne, hidratos de carbono por las legumbres, verduras y pastas, grasas por el cerdo y la chacina, amén de las vitaminas en el caldo de la prolongada cocción-, y aún hoy con el nombre de olla (potajera, de matanza, de pastor de aldea) o el de cocido (madrileño, montañés, andaluz) conserva una gran importancia gastronómica con sus tres platos característicos: la sopa o caldo, los garbanzos con las verduras, y los distintos tipos de carne. Este platonazo, como dice Sancho, daba bula de cristiano viejo por la carne de cerdo que incorporaba, como otro clásico de la cocina del día a día del Quijote, los duelos y quebrantos. (I.1.)

Las Bodas de Camacho

Varias son las teorías sobre este plato, tan castizo como universal. Algunas nos remiten a las carne de los animales muertos en accidente o enfermedad, por el hecho de que provocaban duelo y quebranto en la economía de sus dueños, pero la más aceptada es la defendida por Rodríguez Marín en su edición comentada del Quijote (1927), que asimilaba el término a la sensación desagradable que debían sentir los cristianos nuevos (moriscos o judíos conversos) al tener que incluir en su comida habitual estos huevos fritos con torreznos, es decir la carne de cerdo prohibida en sus religiones de origen. La merced de Dios eran estos huevos para Covarrubias (Tesoro) y para Francisco López de Úbeda, autor de “La pícara Justina”, que así los nombra en la novela (1606) con el aditivo de la miel. Ese tocino que para Lope de Vega llegara a ser hidalgo y para Quevedo disparate el no comerlo, es en Cervantes sugerencia que permite al lector interpretar a su manera esos duelos y quebrantos los sábados que al parecer comía don Quijote.
Otros platos de esta cocina cotidiana eran el llamado salpicón, (I.1) especie de fiambre de carne picada, compuesto y aderezado con pimienta, sal, vinagre y cebolla, todo mezclado (Autoridades), al tiempo que los pastores, peregrinos, arrieros, tenían a su disposición tasajos de cabra (I.11), queso ovejuno (I.31), sazonadas frutas (I.51), aceitunas secas, huesos menudos de jamón, que si no se dejaban mascar no defendían el ser chupados (II.54) y la general e indispensable bota bien provista de vino (I.8), y el labrador jornalero a la noche cenaba la ya citada olla y tenía a la mano un jarro de vino y la delicadeza de bebidas de nieve, según nos comenta Cesáreo Fernández Duro en su libro “La cocina del Quijote” (Madrid 1878). También come don Quijote ese abadejo o bacallao mal remojado y peor cocido que le ofrecen en la venta por ser viernes (I.2) o discursea sobre la edad dorada en presencia de los cabreros con unas bellotas en la mano.

Ese ciento de cañutillos de suplicaciones (barquillos) y las tajadicas sutiles de carne de membrillo con los que el doctor Pedro Recio de Tirteafuera quiere que se alimente Sancho Panza debían ser sin duda propios de la época, aunque dudo que la carne de membrillo ayude a la digestión, como afirmaba el galeno empeñado en burlar la afición del escudero por la comida.
Mención aparte merece un alimento considerado hoy de alta cocina por su precio, como es el caviar, pero que en la época no debía serlo tanto por el contexto en el que lo menciona Cervantes en el Quijote (II.54) llamándolo cabial, cuando Sancho y Ricote lo comparten junto a otros más ordinarios como huesos de jamón, nueces, aceitunas, rajas de queso y vino. Caviar que existía al parecer desde la época romana por la presencia de esturiones en los grandes ríos andaluces como el Guadiana y el Guadalquivir y que, como su propio nombre original indica ( chavjar o concentrado de fuerza) ha sido objeto de referencias históricas curiosas sobre su valor afrodisíaco, puesto a prueba al parecer en la corte rusa por la reina Catalina y sus servidores más cercanos.
Los gazpachos a los que alude nuestro escudero cuando renuncia a someterse a los dictados del médico Pedro Recio, no debían ser muy gratos al paladar por cuanto todavía no debían el tomate (venido de América) como ingrediente, por lo que debían parecerse algo al bálsamo de fierabrás tan apreciado por el hidalgo como denostado por Sancho Panza. Buen ejemplo de lo que agrada al estómago de Panza lo tenemos en el episodio de la Insula (II.49) cuando dice que comer manjares exquisitos “será sacar a mi estómago de sus quicios, el cual está acostumbrado a cabra, a vaca, a tocino, a cecina, a nabos y a cebollas para reivindicar un poco más allá su afición a estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son, mejor huelen”, y cuando un os capítulos más tarde un ventero le pida lo que quiera, que de las pajaritas del aire, de las aves de la tierra y de los pescados del mar estaba proveída aquella venta, Sancho pide (II.59) dos pollos asados, luego ternera o cabrito, sobras de tocino y huevos y sólo quedan dos uñas de vaca que parecen dos manos de ternera, están cocidas con garbanzos, cebolla y tocino”. Esta referencia a las uñas de vaca y a las manos de ternera cocidas que cenase Sancho Panza en sus andanzas anteriores, nos enlaza con la cocina de casquería de vacuno, lanar y porcino tan popular en la época en la que se comían con frecuencia mollejas, pies, tripa, menudos, criadillas, chanfaina, con acompañamiento de legumbres, generalmente garbanzos, (aunque también aparecen esas lantejas que come don Quijote los viernes) conservada en la actualidad en platos como los callos con garbanzos, la obtención de gelatinas naturales y la elaboración de salsas como la española. Veamos esta receta que incluye María Inés Chamorro en su libro “Gastronomía del siglo de Oro español” (Barcelona 2002): “Haremos un buen caldo con las manos del animal, de forma que queden muy bien cocidas. En una olla echamos almendras muy majadas en un almirez, añadimos parte del caldo y lo colamos por un cedazo fino. Dentro de la olla incorporamos las manos del animal, con pimienta y bastante jengibre, dejándolas cocer. Una vez guisadas y tiernas cortamos las manos, hacemos la raciones necesarias, le ponemos un poco más del primer caldo y un poco de azúcar”.

Esta cocina del día a día tenía en el vino no sólo un buen acompañante sino un producto básico. Innumerables son las referencias que hace Sancho al líquido manjar, que para él es más primordial incluso que la comida. Ya en el famoso episodio de los molinos de viento (I.8) vemos a Sancho Panza caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de cuando en cuando empinaba la bota, con tanto gusto que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fueren”. Y poco más tarde el buen escudero al levantarse dio un tiento a la bota, y hallola algo más flaca que la noche antes; y afligiósele el corazón…

Velázquez. La cocinara. Museo del Prado Madrid

Sancho eleva sus quejas por la falta de vino (I.19) cuando nos cuenta Cervantes: “Más sucedióles otra desgracia, que Sancho la tuvo por la peor de todas, y fue que no tenían vino que beber, ni aun agua que llevar a la boca”. En la venta de Maritornes, mientras don Quijote acuchilla los cueros de vino creyéndolos el cuerpo de un gigante, Sancho comprende la pérdida del preciado bien derramado por don Quijote, o don diablo. Ya en la Segunda Parte (II.2), el escudero comenta a Sansón Carrasco: “Yo, señor Sansón, no estoy ahora para ponerme en cuentas ni cuentos; que me ha tomado un desmayo de estómago, que si no le reparo con dos tragos de lo añejo, me pondrá en la espina de Santa Lucía” y en el diálogo que mantiene con el escudero del caballero del Bosque (II.13) realiza el más entusiasta elogio del vino al que llama hideputa bellaco, curioso piropo en la constatación de lo católico (excelente) que era el vino que le ofrecía el otro escudero. También expresa su queja a la duquesa en la plática que mantiene con ella y sus doncellas (II.33) al decir que “cuanto más que los escuderos de los caballeros andantes, casi de ordinario, beben agua, porque siempre andan por florestas, selvas y prados, montañas y riscos, sin hallar una misericordia de vino, si dan por ella un ojo”.

Vino hay en abundancia en las bodas de Camacho el rico con la hermosa Quiteria ya que en ellas (II.20) contó Sancho más de sesenta zaques (odres) de más de a dos arrobas cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos y vino hay siempre que el escudero prueba comida sustanciosa ya sea en las ventas, con los cabreros, con Ricote o en la Ínsula Barataria.
Vinos de Ciudad Real que se elaboraban en gran parte de la variedad de uva Tempranillo, que en España se extendió desde la Edad Media, probablemente llegada desde Borgoña por su similitud con la Pinot Noir y llegó a elaborar más de mil vinos diferentes y muchas denominaciones distintas como las que nos legó Camilo José Cela en sus catas de esta variedad de uva: “ Arganda, Aragonesa, Cencibel, Chinchillana, Escobera, Garnacho, Foño, Jaciuera, Negra de Mesa, Tinta Santiago, Tinta Montereiro, Tinto Fino, Tinto del País, Tinto Riojano, Tinto de Toro, Tinto de Madrid, Ull de Llebre, Valdepeñas, Verdiell y Vid de Aranda”. Vinos de Malvasía, olorosos y perfumados, vinos aromáticos y especiados con los que elaborar el hipocrás, la carraspada, la aloja y la célebre garnacha con azúcar, miel y canela. Vino que lleva a Sancho Panza a exclamar que bebo cuando tengo gana, cuando no la tengo, y cuando me lo dan, por no parecer melindroso o mal criado, que a un brindis de un amigo ¿qué corazón ha de tener tan de mármol, que no haga la razón? Ese gran despegador del paladar (II.13), ese húmedo radical, donde consiste la vida (II.47) que tanto gusta a nuestro protagonista, aunque tampoco hiciera ascos a los aguardientes, las bebidas de nieve, la horchata, el chocolate y demás bebidas populares en el siglo XVII; en suma cualquier cosa menos agua.

Libro Alfredo Villaverde Gil y Adolfo Muñoz Martín.

Finalmente, nos queda comentar esa cocina de la opulencia que aparece en el Quijote como un deseado pero nunca satisfecho objeto del deseo. Es en las bodas de Camacho, que han sido objeto de especial comentario en otro capítulo de este libro, donde se pone de manifiesto en todo su esplendor esta cocina que se anuncia con un tufo y olor, harto más de torreznos asados que de juncos y tomillos. (II.20) Allí se despliega ese gran fasto de más de cincuenta cocineros limpios, diligentes y contentos, atendiendo a ese aparato de la boda que era rústico, pero tan abundante que podía sustentar a un ejército. Uno de los cocineros es el encargado de dar la buena nueva a Sancho, para que sepa que este día no es de aquellos sobre quien tiene jurisdicción el hambre, para ofrecerle más tarde con un cucharón tres gallinas y dos gansos a la manera de desayuno y en tanto que se llega la hora del yantar. Apariencia y desmesura que cautivan al pobre escudero hasta el punto de manifestar su voluntad de apoyo al rico: -El rey es mi gallo; a Camacho me atengo, a sabiendas de que nunca de las ollas de Basilio el pobre sacará tan elegante manjar como el que ha sacado de las de Camacho. En definitiva se pone sobre el tapete el tanto tienes tanto vales, como consecuencia de la importancia en la sociedad barroca del dinero como símbolo de poder y seguridad por encima del linaje y la alcurnia. Este culto al dinero está presente en toda la literatura picaresca de la época, desde el Guzmán de Alfarache (“-Es el pobre moneda que no corre, conseja de horno, escoria del pueblo, barreduras de la plaza y asno del rico-”) hasta el Lazarillo (-¿Qué diablo es esto, qué después que conmigo estás, no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un maravedí hartas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha-). El propio Francisco de Quevedo dedicó un famoso poema, el “Poderoso caballero es don dinero”, al tema, que en “La pícara Justina” se nos muestra en su justa medida: “Verdad es que algún buen voto ha habido de que en España, y aun en todo el mundo, no hay sino todos dos linajes: el uno se llama tener y el otro no tener” y en las letrillas de Góngora se hace con fina ironía: “porque en los tiempos de ahora, quien no tiene no es tenido”.

El segundo episodio del Quijote donde aparece esta cocina de la opulencia es el relacionado con el gobierno de Sancho Panza en la Ínsula Barataria (II.47). En él se despliega también esa fastuosidad en una mesa en la que levantaron una riquísima y blanca toalla con que estaban cubiertas las frutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares. Primero pasa ante Sancho un gran plato de fruta que es retirado con presteza por un paje, y cuando el escudero se mosquea y pregunta si ello es un juego, recibe la reprimenda del médico Pedro Recio, encargado en la burla del episodio de velar por su salud. Las perdices asadas son el siguiente plato de la cocina de la Ínsula que el buen escudero no puede probar bajo la excusa de que toda hartazga es mala, pero la de las perdices, malísima. Conejos guisados, ternera en adobo asada, olla podrida, son los siguientes platos que desfilan ante él dejándolo prendido en las redes del hambre, ya que el médico de Tirteafuera sólo le ofrece un centenar de barquillos con unos pedazos de carne de membrillo. Sancho se rebela ante la farsa con la llaneza y la espontaneidad del pueblo, llamando al galeno verdugo de la república y expresando su deseo de abandonar el gobierno de la Ínsula porque oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas, hasta llegar a reclamar un pedazo de pan y cuatro libras de uvas para matar el hambre.

Ejercicio de caballeros es el de la caza y la pesca según manifiesta el caballero del Verde Gabán (II.16), a lo que don Quijote replica que todos los caballeros tienen sus particulares ejercicios, animando al del Verde Gabán a que sustente los caballeros pobres con el espléndido plato de su mesa (II.17).. Y grato recuerdo tiene Sancho de la comida de este caballero don Diego de Miranda que fue limpia, abundante y sabrosa (II.18). La caza vuelve a aparecer como ejercicio o distracción de los nobles en el episodio de la caza del jabalí por la duquesa (II.34) que ocasiona la precipitada y cómica huída de Sancho Panza al quedar colgado de una encina, y sus quejas posteriores por su vestido roto en el lance: “-Si esta caza fuera de liebres o de pajarillos, seguro estuviera mi sayo de verse en este estremo. Yo no sé que gusto se recibe de esperar a un animal que, si os alcanza con un colmillo, os puede quitar la vida;-” lo que da pie a don Quijote a glosar el ejercicio de la caza como el más conveniente y necesario para reyes y príncipes, ya que es un ejercicio que se puede hacer sin perjuicio de nadie y con gusto de muchos, exhortando a Sancho a que lo practique cuando sea gobernador.
Cerca de la opulencia andan los alimentos que Sancho comparte con su vecino Ricote, el tendero morisco, y con los que venían con él, (II.54) ya que prueban el cabial, es decir el caviar, entre otras apetencias, y donde se realiza un nuevo elogio del vino con las botas en el aire; puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería; y desta manera, meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto que recebían, se estuvieron un buen espacio, trasegando en sus estómagos las entrañas de las vasijas.

Finalmente, algo de este tipo de cocina se trasluce en la comida que don Antonio Moreno ofrece a don Quijote y Sancho (II.62). El caballero dice a Sancho que tiene noticia de que es amigo del manjar blanco y de albondiguillas, acusándole no obstante de guardarse las sobras en el seno para los días siguientes, (tal como aparece en el Quijote de Avellaneda) a lo que don Quijote sale en defensa del escudero pues la parsimonia y limpieza con que Sancho come se puede escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en memoria eterna de los siglos venideros. Verdad es que, cuando él tiene hambre, parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos, pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue gobernador aprendió a comer a lo melindroso: “tanto que comía con tenedor las uvas y aun los granos de la granada”.
De este manjar blanco que se podía cocinar con pechuga de pollo o gallina, tiras de carne de cabrito, leche, azúcar, almendras y azafrán se tiene amplia referencia en la cocina del Siglo de Oro por ser muy apreciado, si bien también existían los hechos con pescado, casquería y otros productos naturales.

La provincia de Cuenca, por la que probablemente anduvieran don Quijote y Sancho en su camino hacia Zaragoza que se narra en la segunda parte de la obra, aporta a esta cocina de productos naturales numerosos alimentos tales como pan de la tierra, quesos, vinos de Tarancón, ajos de Las Pedroñeras, Gazpachos y Tortas de Pastor de sus comarcas serranas, champiñón de La Manchuela y esa rica herencia de dulces y delicias como el alajú, las flores de sartén, hojuelas, borrachos y tantos otros que recuerdan nuestra herencia de la dominación musulmana. Sin olvidar que ambos. Quijote y Sancho, si atravesaron estas tierras, a buen seguro gozaron de las buenas aguas de la Sierra conquense que tanta fama llevan hasta nuestros días y en aras de la proverbial hospitalidad de sus moradores serían sus estómagos agradecidos con algún buen plato de cabrito asado y unas deliciosas verduras de la vega del Júcar.

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