El sol se aprieta como los granos de una granada sobre la venta, ya morena de sol y de años, donde Don Quijote con su fiel escudero Sancho Panza, ha pasado la noche, cuando decide abandonarla. La venta está apostada junto a la laguna de Manjavacas (permítaseme la licencia, sin argumento alguno, por falta de espacio), un rincón deleitoso dormido entre los años, a tiro de piedra del lugar conocido con el nombre de Mota del Cuervo.

Alonso Quijano, que no ha pegado ojo en toda la noche, monta sobre los lomos estriados de Rocinante, que le mira y da sus quejas con sus ojos gordos, para buscar nuevas aventuras. En la lejanía, a la distancia del sol crecido, presagiando acontecimientos aciagos, algunos metálicos sones se quedan balbucientes en los labios de las campanas, que, madrugadoras, convocan a los fieles moteños a elevar sus corazones al Sumo Hacedor antes de inaugurar su cotidiano trabajo.

Sancho Panza que, rezagado, hunde su última corteza de pan en el humo de la sartén de gachas (sazonadas con unos deliciosos dientes de ajo moteño), que unos murcianos le han ofrecido, obliga a Rucio, ante la insistente llamada de su amo, a colocarse junto al pilón de piedra que le sirve de escalera para encaramarse sobre su albarda deshilachada. Tan pronto el jumento da sus primeros pasos cuando Sancho masculla una tajada de tocino guardada con sigilo en su jubón. No ha engullido aún el sabroso bocado, cuando observa cómo Rocinante detiene, de repente, su paso, y Don Quijote, colocando su mano derecha de visera, otea el horizonte; limpia su frente con la manga de la camisa, y sin gozar de la verde campiña sembrada de olivos y viñedos, jalonados en torno a la ermita que llaman del Valle, convoca a su escudero y anuncia que, a la vista, tienen una nueva aventura.

No está por la labor el amigo Sancho quien, tras el abundante yantar, barrunta cómo la sed hace asiento en su estómago, convertido en gasón de barbecho, pensando dar fin a tal penuria una vez llegados al río Záncara, donde, rodilla en tierra, su mano hará de vaso aprisionando el agua viva, y pone su acento más en la soledad del campo, desnudo de ruidos, que en la gloria que adivina, y anhela, Don Quijote.

Molinos. Foto: Eduardo López Coronado

El valeroso caballero, empapado de azul y de sol, bajo el cielo silencioso de La Mancha, contempla gozoso las esperpénticas figuras de los gigantes, en número cercano a la treintena, alineados sobre la cresta de la sierra moteña, hoy denominada Balcón de La Mancha y, adivinando que aquellos malhadados gigantes, cuyos brazos miden hasta dos leguas, son los enemigos de la plácida vida bucólica de Mota del Cuervo, sin dar oídos a las palabras de sus escudero que trata, en vano, de advertirle de la realidad de los molinos de viento, acomete con su lanza, después de encomendarse a la belleza sin par de su señora Doña Dulcinea del Toboso, al primero de la fila, cuya aspa, puesta en movimiento más por el viento que por el golpe recibido, partida la lanza en cien pedazos, derriba al caballo y éste da de bruces en tierra con el caballero.

Llegado Sancho al lugar donde se encuentra Don Quijote tumbado sobre la hierba, con los manojos de dedos desparramados sobre su vientre, observa que murmura su dolor enfurecido (¡tan grande había sido el golpe!), lo que adivina por el rictus de sus quedas muecas. No ha terminado el escudero la primera fase, cuando ya Don Quijote le recrimina que pueda pensar que ha sido vencido. Un caballero nunca se ve derrotado y sabe muy bien de quién viene tamaño engaño y ofrece a su señora Dulcinea el fruto de su dolor, porque, en el fondo, esa y no otra es la cuestión metafísica; él, si pelea (y es consciente que entra con ellos en fiera y desigual batalla), no lo hace por propia gloria, sino por ofrendar esa gloria, tantas veces soñada y que ahora ve tan próxima, a su amada.

Por ello, maltrecho, se levanta con fe y, fabricando una nueva lanza de madera de encina, se apuesta para emprender, camino de Belmonte, nuevas aventuras.

Llegados a este punto, quisiera subrayar no el valor de las figuras del caballero y escudero, sino las de Sancho Panza y Don Quijote. Quisiera recalcar el significado del Sancho, degustador de gachas; del Sancho, degustador de las migas ruleras manchegas; del Sancho, degustador del ajoarriero. Desearía que nos detuviéramos en el Sancho refranero, en el Sancho conversador, ejemplo vivo de aquel sabio labriego manchego que, tocado con su boina o gorra de visera, nos informa del azafrán y de la aceituna, del trigo y del champiñón, de la uva y de la cebada, del ajo y… de sus múltiples utilidades. Sabemos cómo Don Quijote afea, una y otra vez, el amor desmedido que Sancho muestra por los ajos ¿de Mota del Cuervo?, y cómo éste, antes de despedirse de la venta, arrebaña los últimos de las gachas, mientras da buena cuenta del trozo de pernil amarrado con el dedo pulgar sobre el zoquete de pan.

Quisiera, aquí y ahora, poner en valor el Quijote de las ilusiones, el Quijote soñador, el Quijote idealista, símbolo, su vez, de aquel gañan que, al atardecer, se dirige con su epilepsiaco sosiego en busca del merecido descanso y, llegado a la paz del hogar, su espíritu, sediento de tiempo y de trabajo, bebe un trago largo de esperanza, bebe un trago largo de ilusiones, para, a la jornada siguiente, hacer frente a una nueva aventura, que bien podría ser no la de arremeter contra los molinos de viento, sino la de remozar esos mismo molinos de viento, otrora vigía y hoy símbolo emblemático de Mota del Cuervo, asentados en el Balcón de La Mancha.

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